Andrea Bel. Arruti*

He intentado sentarme a escribir este texto en múltiples ocasiones, invocando con fuerza un lenguaje sosegado y objetivo, que pudiese ser aprobado bajo el escrutinio intelectual que suele aplicarse a cualquier declaración, ensayo, propuesta o denuncia que sea haga desde el feminismo. Sin embargo, tengo que confesar que hoy no puedo. Me es imposible escribir con esa neutralidad intelectualizada que pareciera ser la única voz permitida si queremos ser dignas de atención y de escucha profunda. 

Hoy me niego a ocultar lo entrecortado de mi voz, mis titubeos, las manos que me tiemblan de coraje, las ideas que se me nublan por la rabia. No puedo matar mi sentir en nombre de una objetividad cientificista. Así que invito a quien lea este texto a relacionarse con mi sentipensar desde la escucha solidaria, desde la empatía. No puedo adoptar un discurso pulcro y sanitizado para hablar sobre esta verdad aplastante: en México, a las mujeres nos matan con impunidad y el Estado es cómplice de ello. 

Nos han enseñado a temer el dolor. Pero en un mundo cada vez más abocado a la alienación, dolerse es también un acto de rebeldía. El dolor nos devuelve al cuerpo en medio de la simulación. Nos vuelve animal, materia en pleno torbellino de digitalización. 

A estas alturas es bien sabido que en México existe una problemática grave en términos de violencia de género, que culmina con las alarmantes cifras de feminicidio que ocurren año con año en nuestro país. Aproximadamente 10 mujeres son asesinadas cada día, la cifra ahora es 3.1% mayor que en 2019. Esta crisis llevó a que el 8 de marzo se realizara la manifestación feminista más grande de la historia de este país. A raíz de la pandemia por Covid 19, la violencia contra las mujeres ha aumentado gravemente. Tan solo en abril y mayo, las llamadas de emergencia por dicha violencia aumentaron en un 74%. [1] Cada día aparece un nuevo caso, otro nombre más se agrega a la negra lista. Carmen, Jessica, Noemí, Nayeli, Alondra Elizabeth son algunas de las mujeres asesinadas en los últimos días. 

En los meses pasados he presenciado dos casos que me han tocado profundamente. El 11 de agosto, Mayela Álvarez, empleada del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, entidad en la que yo también laboro, desapareció en el municipio de San Nicolás de los Garza en Monterrey, Nuevo León. A más de mes y medio de su desaparición, la Fiscalía ha comprobado, una y otra vez, su absoluta ineficacia. La búsqueda de Mayela ha tenido una amplia difusión mediática, un privilegio del que pocas mujeres en México gozan. Familiares, personal administrativo y cuerpo académico de la institución han ejercido presión publicando artículos en diversos periódicos de gran circulación, haciendo ruedas de prensa y difundiendo información en las redes sociales. Hasta la fecha no se tiene ninguna pista concluyente con respecto a la desaparición de Mayela. Los esfuerzos de la Fiscalía son, cuando menos, insuficientes.

Escucho a un grupo de hombres cantar con entusiasmo en la casa de al lado: “Si quieres disfrutar de sus placeres, consigue una pistola si es que quieres, o cómprate una daga si prefieres y vuélvete asesino de mujeres. Mátalas…”

Me quedo muda. Entiendo mi obsesión por el lenguaje, comprendo que toda palabra lleva consigo un imaginario, un universo entero. Venden nuestra aniquilación allá afuera, la mercadean con seducciones pestilentes. Necroerotismo. Necroamor. Necropoder.

Han apagado la música pero cada tanto uno de ellos vuelve a cantar: “Mátalas…”

Vivir en este campo semántico es un acto de valentía muy fiera. A veces se me olvida. Permitirnos el goce, danzar, tocar nuestros propios cuerpos, hablarnos con ternura, tratarnos con paciencia, elegir nuestras mejores voces interiores… son todos actos de profunda rebeldía. Sólo tenemos esta casita que somos, este nuestro pequeño santuario, allá afuera nos quieren ver muertas, aniquiladas “por amor y con dulzura”.

El 10 de septiembre salí de mi casa en la ciudad de Oaxaca con rumbo a casa de una amiga mía, eran las tres de la tarde. A unas cuadras de mi casa escuché un pleito entre una mujer y un hombre. Me di la vuelta y regresé sobre mis pasos para ver qué pasaba. En la esquina encontré a una pareja peleando. Ella estaba embarazada, ambos forcejeaban con una gran maleta de viaje, a ratos él la jaloneaba y sacudía tomándola del brazo. Ella le gritaba que la dejara en paz y él le insistía en que hablaran, pero sin soltarla. Me acerqué a ellos e intervine. Desde el otro lado de la banqueta grité que la soltara y le pregunté a ella si “la estaba molestando”. Ella me respondió que sí y con esa señal me crucé la calle para intervenir físicamente. El tipo la soltó antes de que yo llegara, trató de decirme alguna estupidez y finalmente se esfumó en segundos. Era plena tarde, al menos unas cinco personas pasaban por ahí en ese momento. Nadie hizo absolutamente nada. Cuando me acerqué a ella pude ver que tenía los brazos llenos de moretones. Empezamos a hablar y poco a poco me fue contando lo que parecía una verdadera historia de terror. 

Llevaba tres días privada de su libertad en un airbnb. Ella no era de Oaxaca, no conocía a nadie aquí ni había venido antes. Él era su pareja y el padre de su bebé, la trajo en contra de su voluntad y la encerró en un departamento rentado. Ella ya había hecho varios esfuerzos por escaparse de él anteriormente, incluso estando en ese airbnb. Él siempre terminaba amenazándola con quitarle al bebé cuando naciera, sometiéndola, golpéandola o manipulándola emocionalmente. Antes de que yo la encontrara ella ya había intentado dos escapes. Un día antes había hablado a la policía. Los oficiales llegaron pero el tipo se negó a salir del departamento sin una orden judicial, la policía nunca volvió con ella. Una vez que había logrado escapar del lugar, ella había intentado huir en un taxi, pero él se subió tras ella inmediatamente y la bajó a la fuerza. El taxista tampoco hizo nada. Cuando yo la encontré estaba sin un peso, pues él le había roto todo su dinero en pedazos, también estaba incomunicada, pues le había destrozado por completo el teléfono celular. Para no contar todos los detalles diré que después de muchísimas horas logramos que se fuera en un camión a su ciudad, casi a media noche, y a pesar de que él había aparecido en la estación de autobuses para intentar convencerla de que se fuera con él a la Ciudad de México. 

No sé si ella logrará sobrevivir a este hombre. Hice lo mejor que pude. Hablamos a las líneas de violencia, le proporcionaron información, le dieron datos para pedir ayuda y asesoría en su ciudad. Traté de hacerle ver que podía contar conmigo en el futuro, traté de que dimensionara la gravedad de su situación, quise incitarla a que denunciara aquí, pero sabía que ese proceso podría ser tan revictimizante y tardado que acabaría por quebrarla, ella sólo quería regresar a casa. Al menos se fue con los números de teléfono que podrían ayudarle a denunciar allá. Aun así sé que él volverá a buscarla. Y lo único que me queda ya es esperar que lo que sucedió ese día haya sido suficiente para que ella pueda protegerse. Lloré dos días enteros de la frustración.

Cada instante se configura el horror. Cerca o lejos, no cesa la maquinaria. El autocuidado es político porque ocupándote del autodesprecio introyectado podrás organizar la rabia contra quienes hacen del horror una lógica cotidiana, porque te vuelves refugio y enfocas tu esfuerzo. [2]

Ya desde su campaña para presidente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) dejaba claro que la violencia contra las mujeres no era un tema de su interés. Entre sus propuestas era evidente la total ausencia de una agenda de género. Incluso antes de que empezara la pandemia, el presidente había mostrado no sólo su indiferencia, sino también su profundo desconocimiento sobre la gravedad de la crisis que atraviesa México en términos de feminicidio. Sus declaraciones han sido no sólo absurdas e insuficientes, sino completamente indignantes y hasta alarmantes. Es clara su preocupación por los monumentos, las paredes y los cuadros mal pintados de las oficinas institucionales que tienen, ante sus ojos, un valor mayor que la vida de las miles de mujeres que han sido asesinadas desde que inició su gobierno. Cada vez que se le ha cuestionado al respecto, AMLO no ha hecho más que negar que el aumento de la violencia sexista, haciendo declaraciones tan aberrantes como: “La familia mexicana es una familia ejemplar”, “Nunca se ha protegido tanto a las mujeres en México como ahora”, “Lo único que les pido es que no rayen las paredes”, o insinuaciones sin sentido como que las feministas son un grupo conservador, etc.

A pesar de esta grave crisis de violencia de género, el gobierno federal propone una reducción en el presupuesto de 2021 destinado a luchar contra ella. El Instituto Nacional de las Mujeres tendrá una disminución del 3.4% con respecto al presupuesto de 2019; la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres sufrirá una reducción de 11 millones de pesos con respecto a 2020; el programa Alerta de Género, una reducción del 12%; los refugios para víctimas de violencia de género, una del 18% y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) una del 13%; estas últimas con respecto a las cifras de 2020. [3] 

Claramente, el Estado ha elegido quién puede vivir y quién debe morir en este país. Al parecer, las mujeres podemos convertirnos en objetos de los que los organismos de gobierno pueden distanciarse éticamente; pareciera que ser mujer en México es una condición de aceptabilidad de la muerte, parafraseando a Achille Mbembe. En este contexto, como diría Frantz Fanon, las mujeres realizamos una respiración de combate.

Quiero volverme un árbol. De esos grandes que extienden las raíces bajo el concreto. Tomar a la ciudad por sorpresa y romperla desde abajo. Abrirle grietas, llagas profundas, retomar el espacio. Tienes razón, no puede ser que nos quieran adaptadas, felices y gozando en un sistema que nos quiere aniquilar. Pero somos las hierbas que se abren paso hasta en el más seco de los asfaltos. Incluso de la mierda nos brotan las semillas. Y sí vamos ganando espacio. Sin saberlo, el abrazo se hace hiedra que se extiende por todos lados.

Ante el hartazgo y la rabia por la complicidad e ineficacia del gobierno para resolver la violencia contra las mujeres, el 4 de septiembre, en un evento histórico, el Frente Nacional Ni Una Menos y otras colectivas feministas tomaron las instalaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, instaurando en su lugar una ocupa y casa refugio para víctimas de violencia de género. Las imágenes de la toma son emblemáticas. Destacaron los cuadros de personalidades políticas del pasado de México, que fueron intervenidos por las activistas e incluso por algunas niñas que entraron al refugio. El presidente respondió con una gran indignación a la intervención del cuadro de Francisco I. Madero, a quien denominó un “luchador por la democracia que no merece ser ofendido así”, y agregó que si ya no se respeta eso, entonces qué. A su indignación por la desacralización de la imagen de un político muerto, respondió Érika Martínez, una de las madres de la casa refugio: “estas flores, estos labios pintados se los pintó mi hija, mi hija, una niña que a los 7 años fue abusada sexualmente. Entonces, quiero decirle a ese presidente que cómo se indigna con este cuadro, ¿¡por qué no se indignó cuando abusaron de mi hija?!” [4] En los días siguientes se realizaron diversas tomas simbólicas de oficinas de la CNDH en diferentes estados del país. En la toma de las oficinas de Ecatepec, Estado de México, el 11 de septiembre, elementos policiacos reprimieron y desalojaron con violencia a las activistas, arrestando a varias de manera arbitraria y en vehículos no oficiales. El gobierno no ha hecho más que criminalizar las manifestaciones feministas, tachándolas de violencia y vandalismo, e invisibilizando las protestas legítimas de las activistas y sus pliegos petitorios, así como negando sistemáticamente la crisis de violencia de género que enfrenta el país. 

Salen las fieras de sus jaulas y vuelven a la montaña hechas río. No desean la normalidad que es ser espectáculo para los otros. No. Salen corriendo como gatas en manada, con las uñas de fuera, con una ternura tan feroz que hace temblar a los necios.

El 28 de septiembre, en el marco del día de acción por un aborto legal y seguro, feministas de todo el país se organizaron para salir a manifestarse. En la mañana, Claudia Sheinbaum, la jefa de gobierno de la Ciudad de México, realizó una rueda de prensa en la que acusaba a la feminista y activista María Beatriz Gasca de financiar la toma de la CNDH, en un nuevo intento de deslegitimar la lucha. En la ciudad de México, las autoridades encapsularon a las manifestantes, lo que desató una confrontación, les rociaron gases y las golpearon. La contienda duró más de cuatro horas. Se movilizaron 1700 policías mujeres equipadas con 165 extintores. Según cifras oficiales había 600 manifestantes, es decir, había casi tres agentes por manifestante. En Xalapa, Veracruz también hubo violencia física contra las manifestantes. En Tijuana, Baja California Norte, varias fueron detenidas en vehículos no oficiales y sin placas al terminar la marcha.

¿Qué cosecha un país que siembra cuerpos?

Las mujeres mexicanas estamos hartas de que nos maten a nuestras amigas, hermanas y compañeras, de que nuestra vida corra peligro, de no poder caminar con confianza en las calles. Ya no habrá más tolerancia a la impunidad de este gobierno. Si yo desaparezco un día, sé que el sistema judicial no hará nada por mí. Pero al menos sé que mis amigas y otras tantas desconocidas pintarán los muros de los rancios monumentos de este Estado asesino, quemarán papeles inútiles, las falacias que pretenden vendernos como políticas públicas de resolución, romperán a martillazos los vidrios de las oficinas de gobierno, patíbulos que sólo impulsan sus políticas de muerte. Al menos me queda la confianza de que ellas no olvidarán mi nombre y lo escribirán con aerosol en donde puedan. La policía no me cuida, me cuidan mis amigas.

Te escribo amando a la vida por un instante irrebatible. Nos pienso refugio, luna reflejada entre las nubes. Elevo al cielo un conjuro para bendecir nuestros pasitos temerarios. Te pienso y veo tus ojos de obsidiana, espejos que salvan con su oscuro brillo. Estoy con la llama ardiendo. Me miro este cuero gastado y lustroso y me brota sólo ternura. Lanzo a la noche eclipsada un hechizo: tú tuya, yo mía, bailamos juntas en torno al fuego, riendo entre las brasas con los pies descalzos. 

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[1] https://www.vice.com/es/article/xg837k/las-mujeres-estan-siendo-asesinadas-con-impunidad-en-mexico

[2] Texto de Aitza Miroslava, 2020

[3] https://fundar.org.mx/wp-content/uploads/2020/09/Analisis_Paquete_Economico_2021_Fundar.pdf

[4] https://www.razon.com.mx/mexico/toma-cndh-cuadro-madero-404490


*Andrea Bel. Arruti es artista, traductora y editora. Su trabajo gira en torno al libro de artista y al espacio fronterizo entre la literatura y otras artes. Actualmente es editora de la revista de ciencias sociales Desacatos.

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