Javiera Manzi A.*
Fotografía: Gentileza de Brigada de Arte y Propaganda – Coordinadora Feminista 8M
Eran cerca de las nueve de la noche cuando ella llegó a la Librería Proyección. Para entonces ya llevábamos casi cuatro horas terminando de idear la acción relámpago del día siguiente: cada grupo llevaría uno o más adhesivos con el nuevo nombre, afiches de la huelga, panfletos, los contactos de las integrantes de su grupo y el de quien recibiría las fotografías para subirlas a las redes a la hora acordada. Yo estaba sentada tras un mesón desde donde entregábamos el material junto con algunas instrucciones generales de la acción que tendría lugar unas horas más tarde.
“Escuché que aquí estaban preparando la intervención del Metro. Vine porque quiero hacer la de Claudia López”. La miré y me di cuenta de que no la conocía. Le sonreí. “Vengo de La Pincoya, hace años que allá le hacemos homenajes a la Claudia. Le escribí un poema que me gustaría leer mientras instalamos su nombre en la estación Vespucio Norte”. Creo que ese fue el momento en que entendí la envergadura de lo que estábamos haciendo. Ella no llegó por una llamada o un favor; llegó porque se había corrido el rumor de la acción que ya convocaba a más de cien mujeres, llegó para recordarnos que lo que estábamos haciendo ya no dependía solo de nosotras. Claudia, la bailarina anarquista que la policía asesinó por la espalda en 1998 en medio de una barricada, daría nombre a una estación del Metro de Santiago. Ella y otras cuarenta y nueve.
Fue en enero, en la primera asamblea de las Brigadas de Arte y Propaganda de la 8M, que levanté la mano para presentar la idea al resto: podríamos cambiar el nombre de las estaciones del Metro, incluso aprovechar los cambios de estación como ejercicios-interseccionales, para marcar esos cruces necesarios para el feminismo que estamos construyendo. Quizás eso último no llegué a decirlo, pero recuerdo que ya lo veía: el plano, las líneas, un mapa inventado de eso que no nos dejan ni imaginar. De esa ciudad que no es. Varias se entusiasmaron, y escribí la propuesta en la pizarra mientras otras seguían levantando la mano con más ideas para instalar en las calles el 8 de marzo. Entre ellas, una compañera que trabaja en medios dijo que podríamos aprovechar de hacerlo el “Súper Lunes”, que en Chile es la jerga con que se anuncia aquel primer lunes de marzo en que se restablece la normalidad tras las vacaciones escolares. El día de los tacos, mochilas atestadas de útiles para el colegio, las notas periodísticas que no cambian sobre la novedad de un retorno que es siempre igual. Este sería diferente, el 4 de marzo de 2019 el Metro iba a cambiar para todas y el viernes de aquella semana nos íbamos a huelga feminista.
Hay muchos que se preguntaron después cómo fue que lo hicimos. En los comentarios de la prensa y las redes sociales, se repetía la pregunta insidiosa de quién estaba detrás de todo esto, quién lo financiaba o incluso qué partido concertó a decenas de mujeres entre las sombras. Luego de los primeros enojos, nos reíamos. Entonces entendí la necesidad de contar esta historia, de cómo fue que hicimos lo que muchos no nos creían capaces de hacer, lo que incluso nosotras no imaginábamos antes de hacerlo. De alguna manera, pienso que de eso se trataba todo esto de la Huelga, del Metro, de todos los encuentros previos, de las asambleas y de la marcha del 8 de marzo: de creernos o, mejor aún, de sabernos capaces de hacerlo. De ser posibles en medio de todo. De aprender de esa confianza que nos ha sido negada, esa que nos escasea al levantar la voz en la asamblea de la facultad, cuando nos toca señalar una demanda que falta frente a los compañeros del sindicato, cada día en la sobremesa familiar, en la sala de clases, en la junta de vecinos, frente a los jefes (y las jefas también), en los tribunales de justicia, en el hospital, en la calle, en la casa y en la cama. Esa confianza que recuperaríamos juntas y ese derecho a la ciudad que arrebataríamos por un día para quedarnos con el gustito de que sean todos los demás.
Desde el día en que lo dejamos marcado en el calendario, fuimos avanzando en tareas. La primera era definir cuáles estaciones cambiarían de nombre y cuáles pondríamos en su lugar. Por supuesto que partimos pensando en cambiarlas todas. Con una breve cuota de realismo, optamos por cambiarle el nombre a las principales y más concurridas de cada línea. La lista de quienes serían parte de este nuevo mapa la hicimos según cuatro principios: primero, que incluiríamos nombres de mujeres, lesbianas y de la disidencia sexual, segundo, que serían personas ya fallecidas para recuperar la memoria de quienes no están; tercero, que cada una de ell-s debía relacionarse con el territorio en que fuera instalado su nombre, y por último, que para esto invitaríamos a otras organizaciones, colectivas y mujeres vinculadas a la lucha o a la historia de quienes eran reivindicadas.
En otra de las jornadas de trabajo fuimos repasando una a una las estaciones en la planilla. En Los Héroes pondríamos el nombre de Macarena Valdés en homenaje a las luchas que libró contra el extractivismo energético que la llevó a ser víctima de un feminicidio empresarial. Para la estación Pudahuel la Asamblea de Mujeres había elegido a Aracely Romo, pobladora y militante del MIR; Margarita Pisano, la feminista arquitecta y fundadora de La Morada, volvería a Universidad Católica, frente a las torres San Borja que remodeló y donde participó en la construcción de la UNCTAD III; en Universidad de Chile estaría Elena Caffarena, la sufragista fundadora del MEMCH que instalarían algunas de las protagonistas del mayo feminista para poner en cuestión el sexismo del canon universitario persistente. Belén de Sárraga, la anarquista anticlerical que viajó a la pampa entre sindicatos de obreras a principios de siglo reemplazaría, junto su amiga Teresa Flores, Santa Ana y Vicente Valdés, respectivamente. Margot Loyola, la autora de cuecas e investigadora de música popular, quedaría acomodada en el persa, en el emblemático barrio Franklin, y Violeta Parra marcaría esa frontera de la injusticia entre el barrio alto y el bajo en Baquedano. El nombre de Lumi Videla sería estampado por sus propias compañeras en la estación Los Leones, a cuadras de la Embajada de Italia donde fue encontrada muerta; Nicole Saavedra llegaría hasta Universidad de Santiago, cerca del terminal donde parten los buses a la ciudad de Quillota, en donde fue asesinada en un crimen que se mantiene impune por ser lesbiana; al igual que el de Mónica Briones en Plaza de Armas, su nombre sería instalado por la Red Lesbofeminista. Joane Florvil, mujer haitiana asesinada por el Estado de Chile luego de arrebatarle su guagua y encerrarla, nombraría la estación Conchalí, cercana a donde vivía. Luz Donoso, la artista que transitaba “siempre dentro y fuera del arte”, sería homenajeada por las integrantes de ACA (Arte Contemporáneo Asociado) en Cerrillos, a unas cuadras del Centro de Arte Contemporáneo. Janequeo, la lamngen que resistió la colonización, sería el nombre de la estación Pedrero, donde está el estadio de Colocolo; su nombre lo levantarían integrantes de la COEM (Coordinadora de Organizaciones de Estudiantes Mapuche) junto con la Comisión de Género de la hinchada alba. En Sotero del Río, el sindicato del hospital junto a las Amigas de Reinalda Pereira nombrarían la estación por ella, militante comunista y tecnóloga médica del hospital secuestrada por agentes de la dictadura con un embarazo de cinco meses (“y ahora quieren vida, cuando en dictadura mataban con la DINA”).
Una se inspiró y dijo que a la estación Escuela Militar le podríamos poner Comandante Tamara, por Cecilia Magni, militante guerrillera del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. No lo tuvo que decir dos veces, todas estuvimos de acuerdo. Luego otra dijo que a San Joaquín, frente al campus de la Universidad Católica, podríamos homenajear a la activista travesti Hija de Perra, porque no había mejor forma de hacer presente su lengua afilada provocando la norma heterosexual y transfóbica que abunda en esa institución. Así fuimos armando un mapa con nuestros nombres, los que, sin cubrir todas las estaciones ni todos los nombres, abrían esa posibilidad indecible, esa que ni una de nosotras conocía, de que el recorrido por la ciudad que habitamos estuviera marcado por la historia de subversiones, de violencias y de silencios que heredamos. Quizás uno de los más sentidos sería el que escribiera en Irarrázaval Claudia, la madre de Javiera Neira, por ella y por todas las mujeres y niñas víctimas de feminicidios, por todas las que no están aunque deberían, por todas las que callaron y por todas las que no.
La lista se expande con los nombres de tantas otras indispensables. En la línea 1: Tatiana Fariña (San Pablo), Gladys Marín (Pajaritos), Michelle Peña (Estación Central), Marta Vergara (Tobalaba), Agustina Huenupe (Los Domínicos); en la Línea 2: Amanda Labarca (Einstein), Herminia Concha (Patronato), Esther Cabrera (Cal y Canto), Isidora Góngora (El Llano), Sola Sierra (Lo Ovalle), Lenka Franulic (La Cisterna), y en la Línea 3: Marta Cano (Los Libertadores), Eloísa Díaz (Hospitales) y Julieta Kirkwood (Monseñor Eyzaguirre). En la Línea 4: Marta Ugarte (Plaza Egaña), Carmen Bueno (Grecia), Guadalupe Santa Cruz (Macul), Isidora Aguirre (Vicuña Mackenna), Carmela Jeria (Elisa Correa), Esther Valdés (Plaza de Puente Alto) y en la Línea 4A Pedro Lemebel (Santa Rosa). En la Línea 5: Nicolasa Quintreman (Plaza de Maipú), Maritza Quiroz Leiva (Laguna Azul), Gabriela Mistral (Quinta Normal), Laura Rodig (Bellas Artes), Paulina Aguirre (Ñuble) y Ana González (Bellavista de La Florida). En la línea 6: Guacolda (Inés de Suarez), Anita Lizana (Estadio Nacional) y Herminda de la Victoria (Lo Valledor). No son todas, ¿cómo podrían serlo? Siempre hay más y siempre faltan. Jamás nos propusimos la composición de un nuevo canon, pero sí una apertura para desarmar la naturalización de la omisión y desde donde intervenir la ciudad con nombres, imágenes y relatos de otras vidas, otras luchas y otras muertes. Esas también serían escritas por nosotras mismas y difundidas por nuestros medios junto al registro de la acción, para asegurarnos de que se socializara la memoria de quienes hacíamos presente.
Recuerdo que a esa misma reunión llegó una compañera con planos de las señaléticas del Metro para que los ocupáramos de referencia al hacer las medidas de los adhesivos. El plano era hermoso: como dibujante técnica, se había dedicado a delinear los perfiles de cada señal. Descubrimos así que había de muchos tipos, que cambian de tamaño en cada estación y que unas eran mucho más fáciles de intervenir que otras. Con estos datos, una de las diseñadoras del grupo preparó los nombres para los esténciles con las medidas justas. Sin permiso ni aviso previo, la operación debía ser ágil y sin contratiempos. Hacia el domingo, solo nos quedaba pintar, recortar y entregar los nombres adhesivos para las cuarenta y nueve estaciones.
A las cinco de la mañana sonó el despertador de muchas; la verdad es que yo apenas pude dormir. Había terminado la noche anterior, cerquita de las doce, entregando el último nombre –Macarena Valdés– a una vecina y compañera de la Coordinadora 8M. Tras levantarme le hice unos últimos ajustes al Mapa de la Red de Mujeres en el que había estado trabajando para registrar los nombres infiltrados en ese nudo ya no tan familiar del transporte urbano. Esta otra cartografía sería la hoja de ruta de una acción que no tenía un punto de inicio, sino más bien múltiples e impensables puntos de llegada. Trabajé con muchos borradores hasta llegar a uno que emulaba la tipografía y el diseño del mapa oficial del Metro de Santiago. Lo envié al equipo de comunicaciones para se hiciera público sin falta a las 7 am. Tomé la micro antes de que amaneciera.
“Yo te hago piecito”, fue una de las frases que más se repitió entre los grupos de cada estación de Metro, donde una ofrecía a la otra levantarla con las manos para alcanzar la altura de la señalética. La mayoría de las mujeres no se conocía antes de reunirse aquella madrugada, y quizás ahí radica la potencia de ese instante, en que el apoyo mutuo logra una intensidad corpórea en la experiencia de soportar el peso de la otra y de confiar plenamente en ese equilibrio precario y absoluto entre cuerpos feminizados que se sostienen entre sí. Hubo algunas que llevaron escaleras y pisos; otras incluso pusieron en práctica saberes ocultos de escalada urbana. Una a una fuimos compartiendo mensajes sobre la proeza, que se replicaba en cada estación. En la mayoría de los casos quienes transitaban apenas repararon en lo que estaba sucediendo; en otros, el acto de poner el nombre pasó a ser un acontecimiento en medio del tráfago que anuncia un día laboral. Hubo también quienes debieron eludir o incluso enfrentar a policías y a guardias mandatados a detener el entramado feminista que se expandía por todas las líneas del Metro. Enviados a cuidar que todo siguiera igual, sin interrupciones, sin grietas, sin nombres. No importó. Fuimos imparables.
Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven
Interrumpimos el secuestro de la ciudad tomándonos el Metro como uno de sus símbolos más emblemáticos y retomando la idea de “acciones relámpago” de la memoria sensible del feminismo de los años ochenta. Este fue el nombre que “Mujeres por la vida” usó para denominar a sus irrupciones colectivas en el espacio público, actos de desobediencia civil realizados junto a organizaciones de DDHH para iluminar precisamente aquello que en plena dictadura cívico-militar estaba siendo ensombrecido: la ausencia de cuerpos, de nombres, de justicia. Pensando en la potencia relampagueante de la memoria que estremece el presente, fue que decidimos recuperar este nombre y asumirlo para esta y otras acciones futuras. Asumir el relámpago y multiplicarlo: muchas, al mismo tiempo y en todas partes.
Desde ese lunes 4 de marzo se han acumulado las publicaciones, noticias, columnas de opinión y reportajes sobre lo sucedido. No es de extrañar que en ninguna aparezca la urdimbre, ni el rumor colectivo que la hizo posible. Sí se habló de la sorpresa generalizada que causó y de las polémicas que se abrieron con grupos conservadores que levantaron el grito en el cielo por la osadía de nombrar lo que no debe ser nombrado, o incluso de quienes en un arranque de copia forzada intentaron replicar la acción a la inversa: borrar para nombrar a las otras mujeres, las autorizadas, las de arriba, las de siempre. No es la primera vez que somos testigos de la apropiación de los repertorios, los gestos y las visualidades provenientes de las izquierdas y los movimientos sociales por parte de quienes ostentan los discursos del orden (y su exacerbación). Lo cierto es que ya no se trata de una excepción o un caso aislado, sino más bien de una tendencia generalizada a la copia, la neutralización y la cooptación que se expande y repite desde distintos frentes. Esta maniobra vaticina el marco en que hoy nos desplegamos, ese vértice histórico entre el avance de la ultra derecha y los neofascismos rampantes en distintas latitudes, y el despliegue multitudinario de un movimiento feminista múltiple y heterogéneo que asume perspectivas emancipadoras que albergan dentro de sí la posibilidad de una alternativa y la prefiguración de un porvenir radicalmente distinto.
Dicho eso, fueron pocos los medios que repararon en un detalle que nos parecía central: del total de ciento treinta y seis estaciones del Metro de Santiago, la norma androcéntrica no cede: las mujeres apenas aparecen, y cuando lo hacen, son siempre santas, esposas o colonizadoras. La situación no cambia con las calles: aún persiste la costumbre de bautizar la ciudad con el nombre de militares asesinos y torturadores, y ni hablar de los monumentos en que ellos son presidentes, militares, hombres de ciencia, mientras que ellas aparecen como ninfas, ángeles e hijas. Esa es la ciudad que recorremos, que habitamos y atravesamos para trabajar a diario.
A pesar de que las nuevas señaléticas no duraron, en su mayoría, más que un breve momento, las resonancias de esta primera acción han sido múltiples. Inspiradas por ella, feministas de Río de Janeiro hicieron una versión del Metro de la ciudad con nombres de mujeres brasileñas, y en París mujeres exiliadas intervinieron las estaciones del Metro con nombres de aquellas que ya no están. Durante toda esa semana nos escribieron profesoras para solicitar la lista con los nombres de las mujeres para rebautizar las salas de clases de escuelas y jardines, nos siguen llegando agradecimientos de familiares y amig-s de las nombradas por hacerlas parte y no faltó quien quiso hacer su propio (y maravilloso) homenaje en un tributo travesti al mapeo feminista durante la marcha del 8 de marzo. Hace poco escuché a alguien hablar de que la próxima marcha recorrería la Alameda desde Violeta Parra hasta Macarena Valdés; no es la primera vez que escucho la porfía de insistir en esos otros nombres, aun cuando ya no queda rastro de los nombres que pusimos aquel día. No importa, los seguiremos repitiendo. La Coordinadora de Trabajadoras y Trabajadores No+AFP convocó a la marcha del 31 de marzo por un nuevo sistema de pensiones, cubriendo las estaciones del metro de amarillo y sobre las señaléticas de cada estación un “No+AFP”, mismo gesto que repitieron la mañana del lunes 15 de abril las organizaciones que se levantan en protesta contra el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP11). El Metro de Santiago, en tanto el nudo neurálgico del transporte urbano, es hoy un campo de disputa sobre aquello que se nombra y se señala. Esta es quizás una de las expresiones más significativas de un proceso a la huelga feminista que buscó abrir política, discursiva y estéticamente los imaginarios de las próximas movilizaciones.
A más de un mes de acontecido, si me preguntan qué fue lo que hicimos, diré que fue ante todo un ejercicio de imaginación radical y colectiva. Uno donde pudimos imaginar otra ciudad, otros vínculos y otras formas de enfrentar la violencia y la precariedad que nos atraviesan a diario. Una acción que hizo reverberar en el presente las estrategias creativas que, durante la dictadura, artistas y no tan artistas organizaron para hacer visible lo que no era. Siluetazos para denunciar los cuerpos secuestrados por la dictadura argentina a partir del cuerpo de manifestantes, velatones para recordar en medio del “apagón cultural” esas luces que no cesaron en la resistencia, desobediencias travestis en los intersticios de la noche para desautorizar la norma sobre el cuerpo y la ciudad, porfía de la denuncia fotográfica que aun en medio de la censura de los medios no dio tregua, “acciones de apoyo” donde hacer aparecer el rostro de la desaparición en muros, actos públicos e incluso televisores del vitrinas comerciales, marcado de cruces sobre el pavimento para interrumpir el curso habitual de las calles y autopistas, caminar con el rostro del propio hermano desparecido hasta encontrarlo, abrir talleres de serigrafía caseros o conspirar con los trabajadores de imprenta para poder terminar el afiche, alterar tecnologías, ampliar redes, fortalecer esos tejidos y el revés de una trama subterránea. Acciones que hoy vuelven a vibrar en el presente ante la urgencia de poner nuestros cuerpos una vez más.
Nombrarnos para existir en la ciudad, nombrarnos para marcarla, tensionarla, transformarla; nombrarnos para recuperarla entre muchas, al mismo tiempo y desde distintos lugares. Insistir en ello y escribir la historia de cómo lo hicimos para que otras también sepan que ese día, seguramente mañana, pero también ayer fuimos, somos +.
*Socióloga y archivera. Militante del Centro Social y Librería Proyección e integrante de la Coordinadora Feminista 8M.
(1) Librería y Centro Social Proyección, fundada en 2010 con el objetivo de abrir un espacio para organizaciones sociales y catálogo crítico, es administrada por un colectivo de voluntarios y voluntarias del que formo parte www.libreriaproyeccion.cl
(2) Coordinadora Feminista 8M www.cf8m.cl
(3) Práctica artístico-política en el espacio público convocada por artistas junto al movimiento de los DDHH en Argentina, estudiada ampliamente por Ana Longoni y Gustavo Bruzzone en el libro El Siluetazo (2008).
(4) “Las Yeguas del Apocalipsis”, colectivo conformado por Pedro Lemebel y Francisco Casas, participaron de esta escena otra en la provocación de quienes sobrevivieron en cuerpos desobedientes.
(5) La AFI (Agrupación de Fotógrafos Independientes) fue un espacio central en esta forma de la resistencia visual y que se mantiene vigente hasta el día de hoy.
(6) “Acciones de apoyo”, serie de acciones colectivas en el espacio público realizadas por Luz Donoso junto a Hernán Parada, Elías Adasme y Patricia Saavedra. La obra y recorrido crítico de Luz Donoso ha sido trabajada por Paulina Varas y recientemente publicado en el libro Luz Donoso: El arte y la ausencia en el presente (2019).
(7) “Una milla de cruces sobre el pavimento”, acción realizada por Lotty Rossenfeld por primera vez en 1979.
(8) “Obrabierta” (1980), acción de Hernán Parada para restituir la memoria de su hermano desaparecido.
(9) Sobre la experiencia y trayectoria gráfica del Tallersol y la APJ en dictadura, escribimos el libro Resistencia Gráfica. Dictadura en Chile APJ-Tallersol (2016) junto a Nicole Cristi.
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