Para concebir un presente distinto, y con ello un futuro, es necesario observar el pasado, con todas las dificultades que eso implica. Sin embargo, gran parte del pasado no nos pertenece, en el sentido de que no ha sido construido ni hablado por los pueblos, sino por los colonizadores y las élites. Los saberes y hablas que habitaban, y habitan, lo que hoy se concibe como Chile, fueron reducidos a cultura, así como las leyes, organizaciones políticas, cosmovisiones y modos de habitar, comprender y relacionarse con el mundo. Ontologías y epistemologías fueron reducidos al lugar de la cultura, apéndice de aquello que se conoce como Historia. Pero no solo a cultura, sino a cultura popular; cultura excluida y domesticada que ingresa a la historia mientras no presente una amenaza al orden hegemónico, para que ahí, inofensiva, haga parte de un archivo, constituya una historia que no le pertenece ni tampoco configura.
Como nos advierte Aníbal Quijano, tal colonialidad del saber determina hasta el día de hoy las voces que definen el modo en que Chile es representado, el modo en que se produce conocimiento, pero principalmente sobre qué es producido y cuándo. Quienes no son incluidos, o no hablan de aquello que sirve al proyecto del capital, se vuelven inaudibles. Este proyecto resulta tan efectivo que las particularidades son percibidas como diferencia, expresiones de otredad ante las cuales el capitalismo actúa. Las voces de millones, colonizadas una y otra vez, ingresan y sirven al capitalismo como aquella otredad que le da razón de ser. Esta valoración solo conlleva una postura acrítica que no concibe las voces en un contexto, ni dota a los sujetos con los que la vincula como políticos y portadores de derechos, portadores de voz efectiva.
Aquella verdad a la que supuestamente apela el archivo no es, por tanto, más que la configuración de la relación que clasificó y jerarquizó aquellas voces que le permitieran reafirmar una superioridad, moral, física, intelectual y hasta espiritual, en relación a otro, conservándolo y suprimiendo o subvirtiendo todo lo demás. De esta manera ha actuado el Estado chileno; la identidad nacional ha sido configurada a través de aquellos elementos extraídos de la historicidad. No obstante, el Estado no es un ente abstracto; es producto de las sociedades que le dan respaldo. Si la república fue posible gracias a un régimen colonial, y nuestro presente, a un régimen dictatorial, cabe preguntarse qué tipo de Estado puede ser determinado por el contexto actual y cómo eso puede ser cuestionado o problematizado.
Tanto el pasado y el presente están aquí en constante construcción. Por un lado, no podemos olvidar las circunstancias históricas, judiciales y políticas que no han podido ser determinadas tanto en Chile como en otros lugares de América Latina a propósito del sistemático ocultamiento o destrucción de archivos relacionados con las gravísimas violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar y también en democracia. Por otro lado, toda la concepción crítica de la realidad que habitamos, levantada particularmente por organizaciones de la sociedad civil, genera el archivo del futuro: nuestra misma labor como revista es un archivo colectivo en formación.
A la vez, debemos mirar críticamente las estructuras que sostienen a nuestro Estado contemporáneo, como las de clase y mestizaje; también debemos replantear las relaciones y diálogos que día a día las refuerzan. Entonces, ¿cómo revisitar el pasado?, ¿cómo pensar el archivo? Si el original al que este remite es siempre ausencia, si lo que atestigua es producto de relaciones de poder, es más, si el archivo físico, aun con todas sus falencias, es inaccesible. Aunque el archivo determina qué es lo que puede ser dicho y qué voz puede ser escuchada, como todo lenguaje, la manera de hacerlo no es fija. Quizás no entenderemos el futuro hoy, pues para tal transformación serán necesarias otras epistemologías. Y para que estas sean posibles, ante todo es necesario dotar de interlocutor a las voces que permitan conectar aquello que se suprimió con el presente.
Un camino para lo anterior, puede ser asumiendo la omisión, o asumiendo el hecho de que todo archivo es carencia, que toda realidad es construida y toda historia, ficcionada. De este modo, nada nos limita a tener la historia que deseamos, sin embargo, hace falta realmente desearla, narrarla, hablarla. Y en eso, precisamente, radica la invitación de Archiveros sin Fronteras. Pero buscar la emergencia de estas voces silenciadas supone un segundo gran desafío: no debemos caer en el cliché de buscar “entregarle voz al subalterno” de un modo tutelar y colonial, o “rescatar” de la influencia capitalista a los pueblos solo para conservarlos en un estado que permita nuestra contemplación, menos perseguir el “retorno” hacia un estado original, al margen de la historia. Con este número, intentamos un primer paso.
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