Camila Arenas Castillo*
Extender el origen de las relaciones sociales de dominación y evidenciar que el carácter del concepto de liberación social y política hegemónica de las izquierdas es al menos mezquino, ha sido labor también de las profesoras feministas. En este empeño, hemos puesto a disposición de la comunidad educativa variados entramados conceptuales, resignificando nociones, categorías y modelos explicativos en busca de desnaturalizar la dominancia patriarcal y la reproducción de ésta en la educación.
Ley de Educación Sexual y Afectiva
En octubre del 2020 la Cámara de Diputadas y Diputados rechazó el proyecto de ley que establecía normas generales en materia de educación sobre afectividad, sexualidad y género, [1] para los establecimientos educacionales reconocidos por el Estado. La falta de quórum constitucional de 89 votos afirmativos, puso en archivo este marco basado en un Derecho Humano, cuya titularidad tienen les niñes y adolescentes. El derecho a una educación sexual está incluído en el Derecho a la Educación, siendo además, según estándares internacionales, [2] condición para que otros derechos sean ejercidos: derecho a la salud, a la no discriminación, a la información, a una vida libre de violencia sexual y de género. Así, una vez más el Estado chileno, que está comprometido a proteger, garantizar y promover el ejercicio pleno de dichas garantías, pegó un portazo al desarrollo integral de les más jóvenes de la sociedad.
El proyecto, basado en leyes similares como el de Educación Sexual Integral (ESI) [3] vigente en Argentina desde el 2006, cambia la perspectiva y el foco desde el que se piensa lo que en nuestro país se denomina “educación sexual”. Lo anterior, toda vez que busca, por una parte, disponer el currículum desde una perspectiva laica, crítica y libre de sexismo, además de trasladar su regulación desde lo sanitario a lo educativo. Este último asunto es fundamental para comprender el fracaso de la educación chilena en términos de prevención de abusos sexuales, embarazos no planificados, enfermedades de transmisión sexual, trastornos alimenticios, erradicación de la violencia de género, entre otras problemáticas, cuyos índices hoy son altísimos. Y es que cuando se ha pensado la sexualidad solo desde lo reproductivo, se perpetúa una lógica en la que únicamente educamos a quienes comienzan a menstruar y a eyacular. Peor todavía, lo hacemos desde una visión en salud que excluye lo afectivo y que se reduce al periodo en el que biológicamente emergen dichos fenómenos asociados a la fertilidad. [4]
La afectividad y la sexualidad son parte de la vida desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, por lo que el rechazado proyecto proponía impartir formación a su respecto, desde la educación parvularia hasta la superior. Lo que significaba, concretamente, integrar esta perspectiva en todos los ciclos educativos a través de los contenidos mínimos de los lineamientos curriculares. Ello, valiéndose de programas de estudios obligatorios en conformidad a objetivos, métodos, propuestas de gestión y material didáctico dispuesto por el MINEDUC. Otorgando a los establecimientos dedicados a educar, la posibilidad de crear metodologías propias con la única limitación de que éstas se ajustaran a la ley y a las bases curriculares, desde una visión que no negara la noción de que la sexualidad y la afectividad son un continuo en la vida humana.
Entre las indicaciones más relevantes y transformadoras este proyecto entregaba a la Superintendencia de Educación la potestad de sancionar el incumplimiento de la normativa. Además, incorporaba una modificación al estatuto de los profesionales de la educación, para establecer la obligatoriedad de las universidades de incluir en la malla curricular, la asignatura de Educación Integral en Sexualidad y Afectividad. Lo que se fortalecía con la derogación del inciso que fija normas sobre información orientación y prestaciones en materia de fertilidad, para crear un nuevo cuerpo legal, desde el ámbito de la educación y ya no desde una perspectiva meramente sanitaria. Es decir, el proyecto establecía tres de las máximas que las educadoras feministas venimos levantando por décadas: 1. posibilidades de fiscalización y por lo tanto, reconocimiento de la necesidad de atender y modificar la noción de educación sexual, 2. formación docente inicial y obligatoria en esta materia, 3. llevar al plano de lo educativo lo referente a sexualidad y afectos.
Curriculum de género y educación sexista
Cuando las docentes hablamos de educación feminista, nos referimos a una que pone a la perspectiva de género [5] como centro de análisis e intervención. Esto significa ir más allá de la equidad y reconocer en las prácticas pedagógicas, en lo que entenderemos como aprendizajes y procesos educativos, un sistema de desigualdad y discriminación por sexo. Lo anterior tiene como horizonte político una pedagogía que desnaturalice los sesgos y estereotipos propios de un modelo binario y heterosexual. Se trata de indagar en los mecanismos y consecuencias de esta estructura, pero sobre todo de transformar las nociones que nos impone, superando con herramientas propias de la educación la herencia sexista de la misma.
La ola feminista del 2018 en Chile tuvo entre sus primeras demandas poner fin a la educación sexista. La toma de la Facultad de Humanidades de la Universidad Austral, en Valdivia, fue la primera de muchas en las que se denunciaba la naturalización de la violencia de género en los centros de estudio. No obstante, poco se sabía del contenido de dicha demanda. Muchas docentes feministas, algunas de nosotras todavía en formación, habíamos iniciado un camino diez años antes, para comprender y visibilizar esta realidad. No estábamos dispuestas a repetir en las aulas aquello que sabíamos, era uno de los motores más fuertes de reproducción del patriarcado: la estructura sexista de la educación.
Esta estructura se dispone como un orden político y simbólico, que hace de escenario de las inequidades, brechas y desigualdades entre hombres, mujeres e identidades LGBTI+. Desde él se configuran relatos de la realidad y sentidos comunes que ponen a un sexo en desmedro de otro, y que articuladas en un conjunto de ideologías y prácticas, se constituyen como una norma genuina. El contenido del mandato de esta norma, es la superioridad de lo masculino en relación a lo femenino. Haciendo de soporte de los privilegios que se expresan en espacios educativos y sociales, a favor de los varones. La experiencia educativa para mujeres y disidencias, entonces, en el mejor de los casos, está cruzada por nociones formales de equidad e integración, pero principalmente por comprensiones negativas de lo que significa ser lo otro u opuesto a lo masculino. Esto a la base de múltiples modelos estáticos, que se encargan de definir desde lo corporal hasta lo actitudinal, en una balanza que premia o castiga según su ajuste al molde. Lo anterior, reviste una escena de doble discriminación, pues quienes se alejan de los cánones de lo dispuesto como normal, padecen exclusión y violencia, asimismo como quienes sí se acercan o cumplen, son objeto de esta estandarización que les dispone como naturalmente inferiores. Lo que evidentemente no sólo tiene un impacto en su trayectoria educativa, sino fundamentalmente en la construcción de su subjetividad.
En esta búsqueda y gracias a la trayectoria feminista de académicas y docentes de todo el mundo, cuyas investigaciones y reflexiones recopilamos y estudiamos, fuimos desmontando algunos supuestos que no ayudaban a evidenciar la gravedad del estado arte. Un ejemplo importante es lo que refiere a la educación mixta. Esta se ha posicionado como un paso significativo en igualdad de oportunidades, y aunque sin duda los establecimientos segregados por sexo sustentan en su forma una educación sexista explícita, aquellos que juntan en aulas a hombres y mujeres, no dan garantía de un fondo diferente. Para empezar a terminar con la jerarquía de lo masculino sobre lo femenino en espacios educativos, debe atacarse la desigualdad que existe entre ambos sexos. Esto va más allá del acceso, se trata de integrar a mujeres, hombres e identidades no binarias y fluidas en procesos y experiencias de aprendizaje inclusivas. Y ello, debe llevarse a cabo desde el contenido a las prácticas pedagógicas. Lo que a su vez implica dar cuenta con claridad del carácter arbitrario del sistema sexo-género: empalmar la realidad biológica con las características asignadas a los géneros, sostiene la estructura de poder y violencia patriarcal.
Pudimos reparar entonces, en aquello que se enseña. La realidad curricular de la educación chilena está fuertemente teñida por las imposiciones del sistema sexo-género. Esto significa que presenta a lo diverso y no binario como anomalías, además de establecer un régimen que invisibiliza, epistemológicamente, los aportes al conocimiento que no han sido desarrollados por hombres. El género es entonces siempre un factor de desigualdad y todos los articulados curriculares son portadores de dicha discriminación. Por eso desde la pedagogía feminista se habla de currículum de género para referirse a cualquier plan de estudios o proyecto educativo, que determine objetivos y una secuencia de realización progresiva en dificultad. Lo que se juega en esta noción es la constatación y denuncia, de que existe un lugar subjetivo diferenciado por sexo para que conozcamos y aprendamos, y que él determina qué y cómo conocemos y aprendemos. El currículum no es neutral, pues se esgrime desde una configuración que no mira críticamente las relaciones de poder que permite y muchas veces genera. Si bien desde los 2000 en Chile, se pasó de tener un currículum basado únicamente en contenido, a uno centrado en habilidades, esta transformación no permeó el sexismo presente en él. Las profesoras feministas asumimos entonces, que este campo es también un lugar en disputa. En este sentido, así como diseñamos material alternativo para sortear la ausencia total de recursos no sexistas, también somos parte activa de las discusiones y elaboraciones curriculares, en pos de convertir esta herramienta educativa, en un agente de transformaciones. Y es que más allá de la cultura de la evaluación, la estandarización y la competencia, nuestra lucha sigue orientada a la construcción de una educación que esté a disposición de la felicidad de quienes aprenden.
Feminismo, educación y democracia radical
Cuando algunas de nosotras, profesoras jóvenes, nos atrevimos a llevar a las comunidades educativas un discurso feminista, no fuimos capaces de llamarle educación feminista al contenido de los talleres o charlas que ofrecíamos. Y no nos culpo. Hace diez años, para que nadie arrugara la nariz o de plano nos negara la posibilidad de explicar, le llamamos educación no sexista a todo lo que queríamos denunciar, evidenciar y corregir. Ha pasado el tiempo y hoy, por ejemplo, la evaluación docente incluye entre sus requerimientos al enfoque de género. Sin embargo, aún el profesorado no tiene las herramientas para responder más allá de lo formal. No es sólo el currículum, es su dimensión oculta, el carácter de la institución educativa, el abandono del Colegio de Profesores a su departamento de género, los ministros ingenieros comerciales, la representante del mal llamado bus de la libertad, exponiendo en la comisión de educación, entre otros muchos ejemplos. Todos eso sí, al amparo de la legitimidad que nos ha puesto como agentes de nuestra dominación, que históricamente nos ha privado de la deliberación y cuya hegemonía sobrevive a nuestra costa: el patriarcado. El arribo a las aulas de una educación integral en sexualidad y afectos no logrará superar esta estructura, pero sí transformaría el escenario en el que daríamos la lucha para ello. La interpelación a las formas dominantes de producción de saberes y a sus usos dirigidos al control social, político y económico, son urgentes para avanzar a una sociedad radicalmente democrática. De eso se tratan en parte los feminismos, de una ética del cuidado que se aprende y que por lo tanto, se puede enseñar. Y esa es también nuestra apuesta, que la educación abra caminos colectivos de emancipación y que de ellos, se extiendan puentes para cambiar el mundo.
Referencias
[1] Iniciativa presentada por la Diputada Camila Rojas el año 2019 y despachada a sala en septiembre del 2020. https://www.camara.cl/verDoc.aspxprmTipo=SIAL&prmID=50620&formato=p
[2] Para la UNESCO en sus Directrices Internacionales para la Educación, la Ciencia y la Cultura, del año 2018, la educación integral en sexualidad es “un proceso que se basa en un currículo para enseñar y aprender acerca de los aspectos cognitivos, emocionales, físicos y sociales de la sexualidad. Su objetivo es preparar a niños, niñas y jóvenes con conocimientos, habilidades, actitudes y valores que los empoderarán para: realizar su salud, bienestar y dignidad; desarrollar relaciones sociales y sexuales respetuosas; considerar cómo sus relaciones afectan su propio bienestar y el de los demás; y entender cuáles son sus derechos a lo largo de la vida y asegurarse de protegerlos”.
[3] En este sitio https://www.argentina.gob.ar/educacion/esi encontrarán la historia de ley, su marco normativo y jurisdicciones. Además de recursos de aula, disponibles para docentes.
[4] De manera optativa para los establecimientos educacionales entre 5º y 7º año básico. Y de carácter obligatorio en Iº año medio.
[5] Categoría analítica que toma los estudios que surgen desde las diferentes vertientes académicas de los feminismos para, desde esa plataforma teórica, cuestionar los estereotipos y elaborar nuevos contenidos que permitan incidir en el imaginario colectivo de una sociedad al servicio de la igualdad y la equidad. En palabras de María Florencia Cemona, en el Seminario Interdisciplinario Comunicación y Género: “Es una oposición política para develar la posición de desigualdad y subordinación de las mujeres en relación a los varones. Pero también una perspectiva que permite ver y denunciar los modos de construir y pensar las identidades sexuales desde una concepción de heterosexualidad normativa y obligatoria que excluye”. UNICEF, Argentina, 2017.
*Feminista. Profesora y magíster en filosofía.
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