La semilla violada, el bosque talado, las abejas ¿tienen derechos?

Lucía Sepúlveda Ruiz*

En Chile, la semilla es una mercancía. El agua también lo es. Eso significa que la semilla puede ser violada, al ser perforada  su membrana celular en un laboratorio,  a fin de  manipular su herencia ancestral y conferirle características funcionales a la industria productora de agrotóxicos. Así es como desaparece la biodiversidad, al ser remplazada la semilla nativa y criolla por la semilla industrial,  o por aquella transgénica destinada a su multiplicación y exportación. La expansión de la minería, el agronegocio y los monocultivos  forestales puede  también hacer desaparecer ríos, glaciares, humedales y huertas afectando la existencia de los ecosistemas de los que forman parte. Los insecticidas neonicotinoides están matando a las abejas.  Las defensoras de la semilla tradicional, las y los defensores del agua y los territorios, y muy especialmente las mujeres indígenas, sienten que los seres vivos, los animales, los árboles y cada  planta o insecto, bello o insignificante, son parte del mismo tejido de la vida en que están insertas. Hay una ética del cuidado de la tierra, de la Ñuke Mapu como la llama el pueblo mapuche, de la Pacha Mama como dicen los pueblos andinos, que fluye en esa existencia pero a menudo  rebota en  el muro del extractivismo avalado por el  discurso del crecimiento propiciado por el Estado.    

Estos días previos también al plebiscito que esperamos arroje la Constitución pinochetista al basurero de la historia,  nos desafían a pujar para que los dolores vividos en estos meses de pandemia y cuarentena puedan encaminarnos hacia el nacimiento de un nuevo paradigma, a partir de asumir los orígenes del virus Covid 19. La discusión sobre cómo y para qué queremos vivir, la apuesta por salir de la lógica mercantilista y poner en el centro la vida, tienen que estar presentes como perspectiva en las discusiones abiertas con el plebiscito y lo que vendrá después.  

Genealogías posibles del Covid19

 El planeta y también Chile viven una crisis ecológica sin precedentes, producto de la imparable voracidad del capitalismo y sus nuevas formas. Rob Wallace y otros investigadores norteamericanos han planteado en la revista norteamericana Monthly Review que el  Covid 19 es la socialización de los daños del modelo del agronegocio

El virus está en guerra contra la salud pública y la equidad, porque los hospitales públicos colapsaron, sobre todo en el peak de la pandemia, y fue evidente que la mayor parte de los enfermos no eran atendidos a tiempo o en forma debida, o  que los tratamientos no tenían éxito por presentar los pacientes problemas previos de salud, como el cáncer,  la obesidad o la diabetes.

La pandemia que nos aísla e impide hoy la acción directa masiva de los sectores movilizados hasta marzo pasado, está asociada a prácticas de consumo global que han llevado a la naturaleza a un estado crítico. Al mismo tiempo, este modelo de consumo promueve –a través de la publicidad y los supermercados– una alimentación basada en alimentos procesados, dañinos para la salud. Esos son factores determinantes  en el aumento de la incidencia de las enfermedades ya mencionadas,  asociadas a muchos de los fallecimientos. 

En pandemia, las temporeras indispensables para los exportadores, continuaron cosechando y envasando vegetales en total ausencia de medidas sanitarias, y no fueron consideradas para la entrega de ninguna ayuda del Estado, como tampoco lo fueron las trabajadoras de casa particular. La cesantía, ya sabemos, afecta en mayor medida a las mujeres. El agronegocio sigue empujando los límites de lo posible. A nivel global devasta territorios y selvas vírgenes, acosando y diezmando la biodiversidad para expandir las fronteras de los hábitats de animales exóticos con miras a su exportación a un mercado global, acarreando al iniciar ese camino, el virus. Esa  hipótesis es la más aceptada respecto del origen, es decir que provendría de un animal (zoonosis), y se apuntó en primer lugar a alimentos vendidos en un mercado local. Grain, un grupo de investigación en temas de agricultura familiar campesina y agroecología, cita en cambio  investigaciones que concluyen que en realidad son las granjas industriales de animales silvestres las involucradas en el brote del virus. Por esa sospecha, señalan, el gobierno chino ya ha cerrado 20 mil granjas de animales silvestres en ese país.

Una tesis incómoda

Sin embargo existe otra teoría, políticamente incómoda para el gobierno chino y para todos los amantes de la biotecnología, que ha sido difundida en la revista GMWatch (Observatorio de Transgénicos, publicada en el Reino Unido).  Un número creciente de científicos independientes  estima que este virus podría haber sido genéticamente manipulado y haber escapado presumiblemente  del laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan, en China, donde se inició la pandemia. Sin embargo quienes se adscriben a esta teoría,  se enfrentan a la censura de sus papers en las revistas científicas.  Pero en Estados Unidos los accidentes de laboratorios son frecuentes y, además, hay universidades norteamericanas que han llevado adelante investigaciones asociadas a ese mismo laboratorio chino. Los científicos Birger Sørensen, Angus Dalgleish y Andres Susrud debieron publicar su investigación disidente en una revista noruega llamada Minerva. Entre las razones mencionadas por ellos para descartar un origen animal, está que este virus es muy estable y presenta escasa mutación. Ello indica que es un virus totalmente desarrollado, casi perfecto para infectar seres humanos. En segundo lugar, ello  apunta a que la estructura del virus no puede haber evolucionado de forma natural. Por su parte, el genetista molecular Dr Michael Antoniou, sostiene que aunque los autores de la teoría (de la zoonosis) pueden estar en lo correcto respecto de su percepción del origen del virus, la información estadística que presentan no excluye la posibilidad de que se hubiera desarrollado como resultado de un proceso de laboratorio. Independientemente del origen directo del virus, su generación está relacionada, de una u otra manera, con la  forma en que los seres humanos, en la ciencia o en los negocios, se  relacionan con la naturaleza.  

Nos hacen creer ahora que todo depende de una vacuna que llegará algún día. Las soluciones dependen de otros, en este caso del imperio de las corporaciones farmacéuticas y de la biotecnología. La industria biotecnológica, productora de medicamentos pero también de semillas transgénicas,  toma la oportunidad para posicionarse en la carrera para patentar una vacuna efectiva. En el proceso,  apuesta por cambiar la mala imagen de los transgénicos y reponer su equívoco discurso: la respuesta al hambre es la agricultura de precisión (que usa alta y cara tecnología, muy escaso empleo, y genera una alta huella de carbono)  y la expansión de los cultivos transgénicos, siempre asociados al uso de plaguicidas tóxicos para la salud y el ambiente. 

Derechos de la Ñuke Mapu

Por todo ello, la crisis sanitaria es también una crisis alimentaria, pero sobre todo una crisis de las políticas de salud pública en Chile, que entre otras deficiencias,  no contemplan la salud preventiva y comunitaria. Ello debiera obligarnos a sentipensar nuestro quehacer con un norte de salida de ese paradigma extractivista. Requerimos un vuelco de carácter estructural, lo cual puede tener como piso básico y sustento, el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza, de la Pacha Mama, de la Ñuke Mapu. De otra forma tendremos la crónica de ´muerte anunciada´ por los dueños de la ciencia y del poder. Nos dicen que habrá una nueva crisis sanitaria poco después de que  concluya ésta, y así sucesivamente. Es el anuncio explícito de una nueva forma de dominación,  la tecno-ciencia asociada a las corporaciones trasnacionales,  que  operaría como un freno de mano de las luchas populares. 

¿Cómo llegamos a este punto? El modelo de desarrollo que con distintos signos se ha implementado en América Latina y se inicia en  tiempos de la colonia,  tiene un punto clave: el enfoque antropocéntrico, es decir una mirada centrada en las necesidades del ser humano, que mira la naturaleza como un “recurso” (hídrico, animal, fitogenético, etc) apropiable. Una planta, un animal o una cascada no poseen valores propios sino sólo atributos otorgados por las personas, como señala Eduardo Gudynas en su obra Derechos de la Naturaleza. En esta perspectiva utilitarista, se le pone valores de mercado a una valoración y se reconocen derechos de propiedad ya sea privada, estatal o mixta. Con este tipo de razonamiento se han llegado a establecer categorías como “capital natural” o “bienes y servicios ambientales”, que reducen la protección de los ecosistemas a números para poder llenar la ecuación costo=beneficio. Sin embargo, a partir del foro internacional de Ongs y movimientos sociales de Río 92, se percibe en nuestra América el inicio de un cambio en esas concepciones,  al establecerse en sus conclusiones que cada ser individual es parte del todo, y todos los seres poseen un valor existencial por sí mismos. Con el tiempo va desarrollándose un pensamiento biocéntrico, con una ética que impone obligaciones,  derivadas de un mandato moral para asegurar el bienestar de los seres vivos. En nuestros territorios, este pensamiento va de la mano con la sabiduría ancestral de los pueblos originarios y su espiritualidad a cielo abierto, que como en el caso de los mapuche, reconoce en cada ser un espíritu, un “dueño” con el que nos relacionamos con respeto, con quien hablamos. 

La constitución ecuatoriana es la primera en incorporar esta concepción, equiparando los términos “Naturaleza” y Pacha Mama, recogiendo tanto la vertiente  europea como la  de los pueblos andinos, que confluyen para establecer este giro al biocentrismo, poniendo la vida al centro. Si la Madre Tierra es sujeto de derechos, estos deben ser garantizados. 

Estamos justo en los momentos propicios para incorporar este sentir en el debate constituyente abierto por la revuelta popular y sostenido a fuego lento en estos tiempos de ollas comunes, redes de abastecimiento y apoyo mutuo “de pueblo a pueblo”, de colectiva a colectiva. Son tiempos de decolonizar el feminismo, de practicar el feminismo de los pueblos. Las mujeres que viven la ética de cuidado de la naturaleza no se ponen apellidos, muy probablemente, es su práctica la que habla.  Allí donde imperan el agronegocio o las forestales, la escasez de agua, la crianza de niños nacidos con malformaciones, sus cuerpos y territorios experimentan la misma violencia que el capital extractivista descarga sobre la naturaleza. 

La expresión máxima de esa violencia patriarcal se descargó hace ya cuatro años sobre Macarena Valdés, joven mujer mapuche que lideró en Tranguil, en el wallmapu,  la lucha para impedir la destrucción del territorio de su comunidad ante el avance de un proyecto de  de  RPGlobal. La empresa austríaca construía una central hidroeléctrica de pasada.  Macarena fue asesinada en un montaje que mostró el crimen como suicidio. La verdad fue demostrada por peritajes posteriores que la familia debió realizar apoyada por diversos colectivos. Sin embargo hay impunidad total para los autores y la justicia no investigó el crimen pese a las denuncias. Mujeres como Macarena son  biocéntricas, reconocen los derechos de la naturaleza porque se saben parte integrante del todo, del ixofil mongen, de la diversidad de la vida.  Ellas nos van paso a paso abriendo el camino hacia un mejor vivir. Esa práctica de vida garantiza que la semilla, el agua y todos los seres sean respetados como sujetos de derecho, como queremos quede establecido en la Constitución soberana, respecto de la Madre Tierra, la Ñuke Mapu, la Pacha Mama. 


*Periodista de la Red de Acción en Plaguicidas, miembro del MAT (Movimiento por el Agua y los Territorios), de Chile Mejor sin TLC y del Comité SocioAmbiental de la Coordinadora Feminista 8 M.

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