Karen Glavic*
No sé cuántas veces siete años parecen tanto tiempo. Leo el volumen de Rufián Revista [1] dedicada a la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado y a ratos aparece allí otro Chile. Enhorabuena, la verdad. Este es un hermoso desencuentro con la cara más acostumbrada de nuestra larga postdictadura, la cara lúgubre, la cara con pocos atajos, la del tiempo atado a los consensos, la de la tonalidad de la derrota. En 2013, de estos artículos pulsa demasiado cerca aún la represión del 2011, el asesinato de Manuel Gutiérrez, el estupor por los desaparecidos en “democracia” que se traducen en el nombre de José Huenante, el primer gobierno de Piñera o la poca costumbre de que no fuera la Concertación quien administrara el orden neoliberal. Late la desorientación de las primeras (vistas ahora) pequeñas revueltas, de la reorganización política masiva, de la respuesta represiva sin ambages.
Supongo que nos envuelven otros afectos, otro tiempo. El 18 de octubre de 2019 cambió para siempre la forma de mirar las memorias de nuestro pasado reciente, la represión se repitió haciendo visible que no es necesaria una dictadura para continuar violando los derechos humanos. Pero, además, pienso, no se trata de una mera repetición. El tiempo de las revueltas feministas, estudiantiles, indignadas, árabes, nos puso en el lugar de un suceso excepcional y también de un hilo de movimientos, de estallidos como se ha dado por decirles, que por singulares no dejan de poner en juego aspectos en común. Varios dicen que adivinaron que la revuelta de octubre ocurriría, algunos con un tono más profético, otros con el ojo de quien sabe que este neoliberalismo, que esta atomización del laboratorio-Chile, en algún momento estallaría hastiado, corroído, dolido por tanta precariedad y por tanto maltrato. La democracia ha sido el escenario de la impunidad, afirma uno de los pasajes de la revista, y es cierto: de la impunidad de los crímenes de la dictadura jamás resueltos, del maltrato cotidiano a les niñes y jóvenes institucionalizados en el Sename, de la pobreza encubierta en el endeudamiento, de la desposesión de la propia vida encalillada en cuotas y en trayectos eternos del trabajo a casa, de la casa al trabajo, sin tiempo para otra cosa que no sea ser un cuerpo dócil.
Con insistencia, con porfía echábamos mano a la memoria no solo para reclamar a las personas torturadas y desaparecidas, sino para decir también «¡Pinochet que muera tu herencia!» porque cada traba institucional, cada pacto elitario y cada acuerdo de los partidos que se repartieron el orden de la inacabable transición, no eran otra cosa que la dictadura aún allí en la memoria y el cotidiano. Algo de lo escrito en 2013 transmite amargura y, claro, visto ahora no fue un año fácil. La memoria petrificada en la figura de la víctima, la manera en que la democracia de los acuerdos procesó el conflicto de la impunidad y la justicia irresuelta, luchaba ese 2013 por mostrar cuánto faltaba en materia de verdad. El primer gobierno de Sebastián Piñera con esa capacidad camaleónica que lo caracteriza a él y al neoliberalismo que de todo profita, hasta se vistió de supuestos ropajes reconciliados, cerró el Penal Cordillera en medio de sentidos discursos, mientras en su gabinete y en su plan económico y político, la obra de Jaime Guzmán y los militares seguía prácticamente intacta.
Las movilizaciones del 2011 vivían tiempos de reflujo. Ninguna llama se mantiene siempre con la misma intensidad, pero lo cierto es que muchos de los y las dirigentes estudiantiles apostaron también por la disputa institucional, armaron sus candidaturas y llegaron al Congreso. Nadie todavía esperaba nada, no muchas letras de la edición de los 40 años del Golpe que invitó la Revista Rufián dan cuenta de la acumulación de luchas que circundaron la conmemoración del 2013. Aún se lee fragmentación, desconfianza, un Santiago atomizado, una memoria del trauma que se aferra a la memoria de la dignidad, a la historia del Museo de la Solidaridad, a relatos de trabajadores y profesores. No ha sido fácil despercudirnos de la desconfianza y de la soledad, de la dificultad de hablar de un en-común al menos, ya que todo aquello que sonaba a pueblo y revolución estaba entre proscrito, reprimido y, con justas anotaciones también, criticado. ¿De qué asirse, entonces? ¿En qué cuerpos reconocerse y encontrarse?
Patricia Castillo en su artículo “Lo que necesitamos recordar a 40 años del golpe”, junto con traer las vivencias de la niñez en dictadura, propone una fórmula que vista hoy me parece se intersecta con aquello que movilizó este año de revuelta. Ella dice: Nosotros también queremos recuperar la memoria, pero esa donde están guardadas las cosas que hacían que valiera la pena hacer lo que se hizo, [2] habla de la resistencia de los adultos, piensa en las historias de los militantes de izquierda y de quienes permitieron y mantuvieron la esperanza y la memoria en el cuerpo de las transformaciones sociales y las luchas por los derechos. Pienso, por supuesto, en la frase “valer la pena”, porque octubre nos llenó de esa consigna tan conmovedora y a la vez tan precisa: “Hasta que valga la pena vivir”, porque esta vida que el neoliberalismo provee no cuenta como vida para quienes no importan.
Me gusta que la invitación a este recuento se llame “Caldo de cultivo”. Me gusta que refiera a microorganismos, tal vez, a contagios. En tiempos de virus, además, se hace necesario pensar en otros contagios, en esos que nos unen a pesar de la distancia física, en esos que se incubaron durante décadas a pesar de nuestra desconfianza, de nuestra desazón, de mirar como una vez más ganaban los de siempre, o que los cercos se corrían tan poquito que tal vez nunca podríamos saltarlos. No fue así, por suerte, aun cuando queda tanto todavía por disputar, por organizar, por recomponer. Paula Arrieta lo intuyó en “Santiago, aparecer”, pero vale para Chile entero: Un Santiago oculto que emerge cansado de tanta maqueta que de él han hecho, Santiago aparecido, que se sacude el polvo y reclama su lugar: aquel que se ofrece como material disponible para la transformación colectiva. [3] Algo de ello hubo en la revuelta de octubre, en cada barricada, en cada persona que salió a la calle, que rompió objetos de consumo, que afirmó que no le importaba esperar más tiempo la micro si eso significaba un futuro mejor. En quienes se juntaron en asambleas, quienes llegaron cada viernes a la Plaza de la Dignidad con la organización política que tenían disponible: desde disfraces hasta figuras de animales, desde banderas de fútbol a memoria de canción protesta.
No creo que sea posible pensar que esa conmemoración de los 40 años y estos 7 años más que se agregaron, no fueran parte de la ebullición que permitió la revuelta. Incluso las memorias contrapuestas, las disputas por la hegemonía que tan bien se retratan en el artículo de Enrique Antileo y Sergio Caniuqueo, quienes protestan contra la temporalidad colonial y el izquierdismo romántico que cree que la lucha mapuche es patrimonio de la izquierda. Por cierto, no hemos sobrepasado esa temporalidad ni saldado ni media deuda con los pueblos indígenas, pero también pulsa un deseo plurinacional cuando la Wenufoye y la Wipala se alzan en cada imagen de este año de otro tiempo.
El encuentro entre esos derechos humanos para un discurso crítico y a tono con los movimientos emancipatorios –que son recuperados en el volumen que comentamos– tiene hoy su mayor oportunidad. La oportunidad de enlazarse, de sumarse a la calle con la experiencia de lucha y visibilización, con la historia en el cuerpo de que no basta con lo que la ley permite ni con lo que los tribunales dictan. Con la convicción de que la impunidad y la victimización es la marca de la postdictadura, pero que tampoco se trata de héroes ni de sacrificios. Una memoria que dispute su propio origen, que ponga en duda su relación a la temporalidad, que aporte como plantea Rodrigo Karmy a pensar un porvenir, eso que abrió la revuelta de octubre, un porvenir que según sus palabras, es una potencia que nunca descansó en un trauma, sino que más bien (…) se trató de una potencia que no es nada más que porvenir y que sólo su clandestino traspaso de la impersonalidad de un común puede hacer que los cuerpos puedan saber qué es lo que efectivamente pueden. Porque dicha potencia se define por su transmisibilidad (su capacidad de transmitir) deviene nada más que una afirmación de vida que se sustrae a toda sutura proveída por el poder. El porvenir se hereda precisamente porque los cuerpos pudieron “evadir” al miedo por la oligarquía en sus años de dictadura y de la enrevesada transición. [4]
Referencias
[1] Esta historia es sin olvido. Chile, 40 años. Año 3, número 15, septiembre 2013.
[2] Patricia Castillo. “Lo que necesitamos recordar a 40 años del golpe”, p. 20.
[3] Paula Arrieta. “Santiago, aparecer”, p. 45
[4] Rodrigo Karmy. El porvenir se hereda. Fragmentos de un Chile sublevado, Santiago de Chile, Editorial Sangría, 2019.
*Doctoranda en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte en la Universidad de Chile. Profesora universitaria. Ha publicado recientemente Aborto libre. Materiales para la lucha y la discusión en Chile (Santiago: Pólvora Editorial, 2019), “Insistencias feministas en la filosofía chilena de la postdictadura”, Cuyo – Anuario de Filosofía Argentina y Americana 36 (2019) y «La revuelta entre otras revueltas: el feminismo antes y más allá del octubre chileno», Revista Pléyade 26 (2020). Es editora de la colección Feminismos en Pólvora Editorial y crítica en El Agente Cine.
Comentarios
Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.