Tres eran multitud. Entre el deber ser materno y la libertad de decidir

Testimonio de Patricia

Fue a mediados de enero, lo recuerdo bien porque tenía una reunión importante al otro día temprano; estaba cerrando mis pegas para salir de vacaciones a comienzos de febrero.

Hacía años ya no tomaba anticonceptivos, los había dejado cansada de hormonar mi cuerpo. Creo que hacía como seis años que ya no los tomaba. Usábamos condón. La verdad es que con el tiempo nos habíamos ido relajando, yo soy bastante regular en mis períodos, y sin anticonceptivos hormonales noto perfectamente cuando estoy ovulando. En general, nuestra dinámica era jugar un rato sin condón y ponerlo luego. Nunca habíamos tenido un susto, sabíamos que ese no es un “correcto uso del condón”, y que “antes de llover gotea”, pero los años nos habían dado la tranquilidad de que nosotros “no goteábamos”. Mi embarazo anterior había sido perfectamente planificado, hasta sé el día de la concepción, igual que ahora.

Esa noche lo hicimos medio a lo loco, fue un encuentro más bien rápido, sin mucho preámbulo, probablemente porque teníamos visita en la habitación de al lado. Como siempre, partimos sin condón, y de repente, mi compañero me dice “me fui”, “no sé qué me pasó”. Yo me quedé helada, nunca nos había pasado, él en general tiene un muy buen control, sabe cuándo detenerse (luego supimos que tenía una hernia y eso le afectaba). Yo de inmediato sentí que algo no estaba bien, me levante muy rápidamente y me fui a lavar, lo más meticulosamente que pude. Me acosté enmudecida, mi compañero trató de calmarme, pero yo sabía que algo no estaba bien.

Al otro día partí temprano a la reunión, pero antes pasé por una farmacia. En la primera no tenían la pastilla del día después, y la cara de la vendedora da para otro relato. En la segunda sí tenían, pero mientras me atendía la vendedora se encargó de sermonearme y de advertirme que si ya había pasado más de un día no me servía de nada. Apenas salí de la farmacia me la tomé, lo que me dejó un poco más tranquila.

Pasaron los días, nos fuimos de vacaciones, la regla no me llegaba, estaba nerviosa, algo pasaba en mí, pero estaba súper estresada terminando algunos informes, y luego las vacaciones con dos peques no me dejaban mucho tiempo para pensar. Pero la regla no me llegaba y eso me tenía inquieta.

Volvimos a casa y al día siguiente me hice un test en la mañana. Mi compañero estaba tranquilo, yo no; a esas alturas ya casi lo sabía. Y casi de inmediato se marcaron las dos líneas… “estoy embarazada”, “no, no puede ser…a ver…”. Él también se quedó mudo al ver las dos nítidas líneas. “Yo no quiero tener otra guagua, no podemos”, le digo… “Yo tampoco quiero”, me dice él. No decimos más, las niñas están despiertas y debemos salir; dejaremos a las niñas con mi hermana para ir al matrimonio de una amiga.

Parece que ahora que se hizo explícito, mi cuerpo se da la libertad de sentir. No son tantas náuseas como en el embarazo anterior, pero sí tironcitos en el útero, y algo de asco a ratos. Tengo instinto de tocarme el vientre, pero me niego, me niego a hacerme a la idea. Me acuerdo de Maturana, en alguna entrevista suya leí plantea que la vida humana no existe hasta que la madre le nombra en el vientre, y me hizo tanto sentido. Yo no quería nombrarle, sabía que si lo hacía no habría vuelta atrás.

Estuvimos unos días en casa de mi familia, mi cuerpo me decía a gritos que estaba embarazada, y yo racionalmente lo negaba, no quería nombrarlo, porque sabía que no llevaría adelante ese embarazo, no me sentía capaz. Tenemos dos hijas, una biológica y otra adoptada, ambas aún pequeñas, y una de ellas con problemas de salud que requieren cuidados especiales, que más que complejos demandan tiempo, terapias, cocinar especial, etcétera. Por fin, ahora que ya no son bebés, estamos pudiendo retomar un poco nuestras vidas, yo volví a trabajar después de casi un par de años en casa, dedicada a ellas, por fin estoy logrando que mi emprendimiento, en el que he puesto tanto tiempo y cariño, vuelva a despegar; como pareja, de a poco vamos encontrando nuestros espacios, pero estamos cansados, no llegamos a todo, nuestro equilibrio familiar es frágil, sé que otro/a hijo/a más lo rompería. No quiero volver a las noches sin dormir, no quiero dejar de trabajar, no quiero perder los espacios de pareja, no quiero quitar tiempo a mis hijas, no quiero depender aún más del apoyo de las abuelas… y tengo miedo… tengo miedo de otro/a hijo/a con problemas de salud; no me siento capaz de pasar otra vez por lo mismo, ya aprendí de la forma más dolorosa que sí me puede pasar a mí, que no todos los bebés nacen sanos, que algunas veces es solo un tiempo de sufrimiento y luego se recuperan (como una de nuestras hijas), pero que otras veces son enfermedades que se llevan para siempre (como en el caso de la otra). No estaba preparada para enfrentarme a esas sombras. No sé si no volveré a ser madre biológica, no lo he resuelto aún, pero tengo la certeza de que en ese momento no lo quería.

Aunque lo tenía claro, lo que haría me dolía, sentía mucha pena, lloré mucho, no sé bien qué sentía, algo de rabia conmigo por no haber sido “más responsable” teniendo tanta información. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Por qué iba a exponer mi cuerpo a un aborto si tenía toda la información para haber evitado llegar a este punto? No lo entendía. Sentía rabia con mi compañero, que estaba ahí, a mi lado, respetándome, ¡pero tan silencioso! Sabía que él no quería otro bebé, pero también tenía la seguridad de que contaría con él en lo que decidiese, pero lo miraba, tan tranquilo, como si esto no le afectase, volcado en mí, pero, ¿y él? ¿Le da lo mismo? Su tranquilidad me daba rabia.

No soy católica, pero sí me reconozco espiritual. Cuando mi hija biológica enfermó y tuve que verla a los pocos días de vida con vías y sondas, en un hospital, sometida a tratamientos muchas veces dolorosos, lo único que me dio consuelo y me permitió encajar esa experiencia vital fue aceptar que de alguna manera elegimos las vidas que vivimos, aceptar que ella nos había elegido, y que estaba eligiendo su vida. Solo así pude encajar su enfermedad, que superó sin secuelas, y solo así pude aceptar el haber visto niños/as sufrir enfermedades horribles, el haber visto niños/as morir.

Y entonces sentía que algún alma nos había elegido, y que andaba por ahí, esperando encarnarse en ese embrión que se gestaba en mí. Tengo la plena seguridad de mi derecho a decidir, de mi derecho a decir “no quiero”. Pero entendía que esa era una decisión sumamente trascendente, no solo para mí, también para mi familia, y para ese ser, que desde luego no era una persona y no le doy el estatus de tal, pero tampoco le niego la existencia, y tampoco niego que lo que había en mi útero era vida, no vida humana aún, pero vida. Estoy absolutamente a favor del aborto, sin causales, completamente libre, pero no me agrada la banalización del aborto. Creo que detrás de todo aborto hay una decisión que es personal, pero es una decisión de una transcendencia única, es una decisión vital, existencial. Y sentía el peso de ello.

La decisión estaba tomada. Por suerte para mí era sencillo conseguir pastillas de manera segura y confiable para un aborto farmacológico. Me tomé la primera pastilla en el auto, de vuelta a casa, ya no había vuelta atrás. Al día siguiente me tomé la primera dosis de Misoprostol, mi compañero hacía dormir a las niñas y yo estaba en la habitación de al lado. Fue desagradable mientras de deshacían bajo mi lengua y bajaba por mi garganta la mezcla de saliva y medicamentos, sentía mucho ardor y asco. De pronto mi cuerpo comenzó a temblar, tercianas, arcadas y un dolor en el útero, fue súper desagradable. Comencé a sangrar y al rato también me comenzó una diarrea. El dolor seguía, me enrollaba, me encogía, lloré mucho, le conversaba a ese ser al que le estaba negando la llegada a mi familia, le expliqué que en ese momento no podía y no quería recibirlo, que ya había asumido un compromiso con mis hijas y que no tenía fuerzas ni ganas de hacerme cargo de alguien más… y de a poco el dolor se fue calmando y haciendo más soportable. Estaba sola y tenía la tele prendida, estaba la Natalia Valdebenito en el Festival de Viña, trataba de escucharla para distraerme. Por fin llegó mi compañero, parece que ya había pasado lo peor, pero venía la otra dosis. De pensarlo me daban ganas de vomitar. Me la puse debajo de la lengua, ya no volvieron las tercianas, el dolor se mantenía, pero era soportable, me levantaba al baño cada cierto rato, y dormí de a ratos. Al otro día me quedé en cama, mi compañero se hizo cargo de todo y me regaloneó mucho. Les dijimos a las niñas que yo estaba enfermita de la guatita. Recién como a los cinco días, expulsé algo más grande, creo que era el saquito con el embrión. Sangré un par de semanas más. Debo haber quedado con anemia, porque me encontraban pálida y con cara de enferma. Tomé algunos suplementos y me recuperé sin problemas. Como al mes fui a un ginecólogo de confianza y me hizo una ecografía. Todo estaba en orden y limpio.

Puede parecer extraño que yo, siendo feminista y habiendo por años luchado por el derecho al aborto, haya sufrido por el mío, porque sí, sufrí. Sentí enojo por la situación, sentí miedo de que algo saliera mal y tuviera que ir a un hospital y terminara detenida; sentí dolor emocional y espiritual, mucho. Pero nunca dudé de mi decisión, tampoco dudé de mi derecho a abortar. Sí sentí la trascendencia de la decisión y eso fue duro. Pero sigo convencida de que las mujeres tenemos la capacidad y debemos tener el derecho de tomar esas decisiones trascendentes, que determinan nuestras vidas y nuestro futuro.

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