Por favor mantener la distancia (o cómo vivir juntos en otra ciudad)

(Arquitecturas de convivencia)
* Magdalena Ugarte

Así como el cuerpo es la medida y objeto de todo quehacer urbano, distintas estructuras de ciudad favorecen determinados patrones de interacción entre las personas.

Siempre me ha gustado mirar por la ventana cuando viajo. Quizás porque es una manera de hacer evidente la transición, el desplazamiento, de prepararse para la llegada al nuevo lugar. Por tierra, los cambios en el paisaje, la vegetación y el clima son señales que anticipan las diferencias e inconscientemente predisponen al viajero. Desde el cielo, la transformación de la geografía y la manera cómo se dibujan las ciudades sobre la superficie alimentan la imaginación, haciendo menos impredecible lo que uno va a encontrar cuando el avión toque suelo. Trasladarse de un lugar a otro, especialmente cuando se trata de un destino desconocido y lejano, siempre involucra cierta adaptación inicial. Es importante saber dónde se está parado, entender cómo funcionan las cosas, saber cómo comportarse. Toda ciudad tiene sus códigos. Y sin importar cómo sean el trayecto y el destino, la primera impresión es siempre sensorial.

En su célebre libro Carne y piedra, el sociólogo Richard Sennett (1996) se abocó a describir la evolución de las ciudades en la civilización occidental, poniendo énfasis en cómo el cuerpo humano y la experiencia corporal han condicionado la estructura y configuración de éstas. La noción de lo urbano y lo que entendemos por espacio público ha estado íntimamente ligada a las distintas maneras de conceptualizar el cuerpo a lo largo de la Historia. Consecuentemente, nuevas o distintas necesidades humanas han dado lugar a nuevas y diversas configuraciones espaciales. Así como el cuerpo es la medida y objeto de todo quehacer urbano, distintas estructuras de ciudad favorecen determinados patrones de interacción entre las personas. El mismo autor sugiere que “es evidente que las relaciones espaciales de los cuerpos humanos determinan en buena medida la manera en que las personas reaccionan unas respecto a otras, la forma en que se ven y escuchan, en si se tocan o están distantes”. Las normas y la concepción de los espacios condicionan la manera cómo la gente se relaciona. Pero ¿quién decide por nosotros? Aceptar que la naturaleza de nuestras relaciones con otros está predeterminada parece prematuro y desalentador.

Vivir en otra ciudad inevitablemente trae consigo cambios en la forma cómo uno concibe y experimenta a los otros. Especialmente cuando se transita de una cultura de marcado contacto físico a una en que las distancias imperan. De recursos más bien escasos a una abundancia que se deja ver en lo evidente y en los detalles. De un lugar en que el límite entre lo correcto y lo incorrecto a veces se desdibuja a una sociedad en que para todo hay un protocolo. El desarrollo de las ciudades norteamericanas contemporáneas, tan hijas del petróleo, del automóvil, de la creciente velocidad, ha venido acompañado de una pérdida progresiva –y desde un punto de vista histórico repentina– de la cercanía y de lo colectivo. Con una población en aumento, mayores distancias que recorrer y menos tiempo de libre disposición no es de extrañar que la gratuidad en las relaciones humanas haya ido en declive, como tantos autores han identificado. No sólo eso, sino que la espontánea proximidad que caracterizó las relaciones públicas y privadas entre los cuerpos en el pasado está en proceso de ser desplazada por una deliberada –y hasta enfermiza– distancia. La abundancia de dispensadores de desinfectante de manos en los espacios públicos y agresivas campañas de prevención de enfermedades ponen en evidencia un exacerbado sentido de la higiene que ya trasciende lo meramente físico. Tocar a los otros, compartir el espacio, vivir juntos, ha adquirido una connotación de riesgo.

El concepto de liability –inicialmente entendido como la condición de ser legalmente responsable por algo– también ha sobrepasado la esfera del Derecho para aplicarse a la vida cotidiana. La convivencia y las interacciones con los otros están mediadas por estándares, por convenciones y por procedimientos que, pese a su afán de facilitar la manera cómo la gente se relaciona, han terminado por imponer barreras y desconfianza. Recibir a los amigos de tus hijos en tu casa puede sobrepasar la responsabilidad que un ciudadano común quisiera tener. ¿Y si se caen corriendo en el patio? Ir a un gimnasio implica liberar por anticipado a la empresa de cualquier responsabilidad por lo que ocurre dentro del recinto. Quizás yo podría reclamar indemnización por resbalarme en los camarines o por no mejorar mi estado físico. Sí, quizás es más fácil vivir juntos cuando las condiciones de nuestras relaciones están previamente establecidas en un contrato, aún si no hemos sido nosotros mismos los autores de tal acuerdo.

Sennett ve una estrecha relación entre este rechazo al roce y la organización de las ciudades que acompañó el desarrollo del capitalismo industrial en occidente. La planificación urbana asociada a los acontecimientos económicos ha llegado a moldear el comportamiento humano, privilegiando una lógica individualista y egocéntrica. Nunca es tarde para cuestionarse cuán profundo ha sido el cambio o, mejor dicho, cuán reversible. Quisiera no equivocarme al sentir que hay una cierta paradoja, que pareciera que no es tan fácil doblegar el instinto de proximidad que durante tantos siglos caracterizó la vida pública y que ciertos comportamientos así lo demuestran. El resurgimiento de iniciativas comunitarias en algunos barrios, las ocasionales protestas, el impulso todavía existente de los niños por compartir con otros niños, la agradable cercanía y desinhibición que acompaña el consumo de alcohol quizás son indicadores de que la tendencia a interactuar está ahí. De que el poder de las ciudades para condicionar el comportamiento de sus habitantes tiene límites y de que modestas acciones pueden hacer de la ciudad un espacio de convivencia en que el cuerpo humano vuelve a primar. De que las anónimas y poderosas fuerzas que determinan nuestro entorno urbano encuentran resistencia en los actos también anónimos de ciudadanos comunes que en el fondo están en deuda con los otros.

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* Magdalena Ugarte: Nacida en Santiago de Chile en 1981. Diseñadora y Magíster en Ciencia Política, ha enfocado su carrera hacia las políticas públicas. Actualmente vive en St. John’s, Canadá, donde trabaja como investigadora en evaluación y análisis de políticas sociales en el Gobierno de Newfoundland & Labrador.

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