
(Micro-espacios de convivencia)
* Rodrigo Velásquez
¿Cómo soportamos viajar día tras día en el sistema de trasporte público? ¿Cómo logramos sobrevivir a esa tierra de nadie? La respuesta a estas preguntas que parecen ser superficiales e innecesarias puede ser la puerta de acceso a la reflexión para lograr con-vivir juntos, una pregunta que hoy más que nunca apremia ser contestada.
¡Chofer, me abre por atrás! Paso número uno: avance por el pasillo. Busque los espacios libres, desocupados, no sabemos si es mejor o peor. Muévase.
La locomoción pública es un constante ir y venir. Subimos, avanzamos, nos acomodamos, retrocedemos, miramos a la derecha o la izquierda, adelante o atrás. Difícilmente terminaremos donde empezamos, parece una obviedad, pues justamente tomamos una micro para desplazarnos y terminar en un lugar diferente –que trasciende lo estrictamente físico aunque no seamos consientes de aquello, como veremos–. Pero también dentro de la micro nos movemos. Sube el payaso con voz de pito, el charro que desgarra su garganta y cambiamos de posición para no oírlo, para esquivarlo, para ignorarlo. Volteamos nuestra cabeza y nos desentendemos de la situación. Estamos en una dinámica constante que nos lleva a otro lugar, nos acomodamos y reacomodamos dentro de ese espacio. La razón es sencilla: no estamos solos.
¡Si ya no quedan caballeros oiga, mire: todos los hombres se hacen los dormidos! Paso número dos: dé el asiento. En la micro no estamos solos, la mayoría de la veces nos vemos obligados a compartir e interactuar en este medio de trasporte tan básico y vital en una ciudad como Santiago. Nos trasladamos de lugar físico, cambiamos de ubicación, de dirección. Pero también –y más importante aún– es un desplazamiento personal, una suerte de trascendencia: abandonamos el ostracismo que nos caracteriza, o que caracteriza a la sociedad actual; ahí está, queramos o no, ese payaso con voz de pito (¿por los pitos?), que ingresa a nuestro espacio…o nosotros al de él. No estoy seguro a quién pertenece este lugar, probablemente lo mejor sea dejarlo así, sin dueño, pues aunque haya un empresario que es propietario de “el bus”, la micro no le pertenece. Es de todos y de nadie, los rayados (no) nos pertenecen, el asiento es nuestro hasta que alguien lo necesita más que nosotros, el viaje, la siesta, la lectura, la música es nuestra hasta que comience La de la mochila azul, carraspeada por la voz del charro teñido por el sol de enero. Hay algo que debemos necesariamente compartir, a veces parece molesto, otras no, podemos escuchar con atención o dirigir nuestra conciencia a otro lugar, como sea, el tipo va a cantar igual y, de una u otra manera, vamos a escuchar.
Dama, varón, mi intención no es molestar…espero hacer más agradable su viaje. Que dios me lo bendiga. Paso número tres: es mejor atender, de verdad el viaje puede ser más agradable.
Levantar la mirada y agudizar el oído en la micro sin duda nos puede llevar a lugares desconocidos. Se produce una suerte de dislocación, nos vemos enfrentados a tantos y tan variados escenarios, tantas personas y personajes, cada uno con su particular historia, que abandonamos nuestro lugar propio, abandonamos nuestro locus, donde moramos y nos sentimos dueños del espacio. Como ya mencionábamos, estando en la micro, moviéndonos por la ciudad, modificamos nuestro habitar y nos desplazamos hacia un lugar aún más desconocido, nos acercamos hacia el otro. Tenemos la posibilidad de explorar y descubrir mundos completamente ignorados, otros más familiares, pero en lo fundamental estamos en constante movimiento desde y hacia el otro. Si creemos, como decía Husserl, que la conciencia es intencional y que está a cada momento saliendo de sí misma, dirigiéndose a lo otro, abandonando su inmanencia diría el fenomenólogo alemán, estamos frente a un fenómeno absolutamente alucinante. Dejamos de lado el ostracismo del que hablábamos, el destierro autoimpuesto al que nos ha llevado el excesivo individualismo actual. Tenemos una posibilidad. Nos dirigimos al ejecutivo que parece mirar por sobre su hombro y habla desde su celular con prepago, a la señora que mira iracunda al escolar que no cede el asiento, al sujeto que sube sorprendido porque no queda carga en su tarjeta, a los músicos –buenos y malos–, poetas, hippies que venden incienso de la india, vendedores, heladeros, charlatanes, evangélicos y perros; el otro ya no nos es indiferente, compartimos una experiencia común que nos exige practicar la tolerancia para con toda esa fauna que habita estas ciudadelas ambulantes generadoras de interacción social, recorriendo calles importantes y pasajes ignorados por el departamento de vialidad, esperando en semáforos embellecidos por obra de árboles que camuflan y esconden los cables eléctricos, y pasando raudas por paraderos desolados por la tierra que hace aún más gris un paisaje que clama por color. La micro no es un micro-bus, es una micro-sociedad. Están presentes, vivas las características que la componen: una diversidad de personas, con objetivos distintos, con intenciones diferentes, que vienen de y van a lugares que difieren entre sí, pero obligados a compartir en un tiempo y espacio común. Estas micro-sociedades, ciudadelas trashumantes testigos del ir y venir, del “progreso” y la precariedad, con vicios y virtudes, finalmente nos exponen al otro, y nos invitan a la convivencia en la pluralidad, en la heterogeneidad que somos, por más que algunos intenten borrar las diferencias y limitarnos simplemente a “ser chilenos”.
Este ejercicio, viajar en micro, por cotidiano y fútil que parezca, nos sitúa ante una problemática que en nuestros días debe ser resuelta. La pregunta ¿Cómo vivir juntos?, es propia de sociedades que intentan ser pluralistas, que luchan por dar cabida a todos y todas, reconociendo y respetando las diferencias; sociedades que aceptan al otro. Sin embargo, la respuesta parece esconderse en las penumbras. Sobran los ejemplos que hablan de la intolerancia y del esfuerzo por homogeneizarnos. Yo podría contestar y convencerme de ello, pero tal vez la solución esté “a la vuelta e´ la rue´a”. En una ciudad, en un tiempo en el que la vida pública es escasa y en la que los barrios y las plazas están desapareciendo, en una sociedad donde rechazamos a los otros: ¿cómo aguanta, usted, viajar todos los días en micro?
—- —–
*Rodrigo Velásquez Burgos nació en Santiago de Chile, el 23 de octubre de 1984. Es Licenciado en Filosofía de la Universidad de Chile, donde además cursó estudios de pedagogía, los cuales finalizó el año 2008.
Desde ese mismo año ejerce como profesor de Filosofía y Psicología en el Liceo José Victorino Lastarria.
Actualmente, además del trabajo pedagógico, es miembro acordeonista de la banda “Animita”, la cual mezcla ritmos populares chilenos y crítica social.
Comentarios
Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Leave a Reply