Huertas urbanas

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En 1855, el jefe Seatle de la tribu Sumawich escribió una carta al presidente de EE.UU. en respuesta a una “humana” oferta de compra de la tierra de los Sumawich (que ahora forman parte del estado de Washington). Así decía aquel documento hermoso y profundo sobre el medio ambiente (lleno también de SUPERIORIDAD e IRONÍA):

«¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra?
Esta idea nos parece extraña

Cada hoja resplandeciente
Cada playa arenosa
Cada neblina en el oscuro bosque
Cada claro y cada insecto con su zumbido
son sagrados en la memoria y experiencia de mi pueblo.

Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a caminar por entre las estrellas.
Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tierra porque ella es la madre.
Somos parte de la tierra
y ella es parte de nosotros.

Las fragantes flores son nuestras hermanas
El venado, el caballo, el águila majestuosa
Son nuestros hermanos.

Las crestas rocosas
Las sabias praderas
El calor corporal del potrillo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia
Por eso
Cuando el gran jefe de Guachinton manda a decir que desea comprar nuestras Tierras:
¡ES MUCHO LO QUE PIDE!»

Les hablan las huertas urbanas. Somos tomate y persona, papa y azadón, somos comunidad, alimento y rebeldía. Tratamos de respirar a través del polvo que la ciudad deposita en nuestras hojas, y lo podemos hacer porque somos autosuficientes; tanto unos como otros dan y reciben alimento y salud, pensamos en conjunto la importancia de nuestro vínculo para la vida, para esta vida que nos amenaza.

En nuestra corta existencia hemos llegado a ciertos diagnósticos que nos gustaría compartir, con aquellos citadinos que de una u otra manera se sientan atraídos por el campo, que en estos días grises de nuestra ciudad hayan sentido que les falta una mitad, para quienes hayan observado el triste y solitario movimiento de las hojas del árbol que está plantado en medio del cemento, para aquellos que hayan sentido su (nuestro) dolor.

Desde la existencia del ser humano su vínculo con la agricultura ha sido inseparable, este ha necesitado de ella, y en esta necesidad la persona la reconoce como indispensable, aprehende a través de ella al mundo natural identificándose con él, porque sabe que solo a través de este puede realizarse, y nosotras las huertas decimos realizarnos, en un sentido íntegro porque nos reconocemos todos sus miembros como indispensables para la vida.

Nuestras antepasadas huertas crecían en todos los territorios posibles donde las personas estuvieran, desde áridas y abruptas montañas a extensos y apacibles valles. Con las técnicas otorgadas por la experiencia fuimos transformándonos, diversificándonos, de un tomate verde y tóxico al tomate rojo y sabroso de hoy día, de la lluvia al riego. Nuestros componentes eran infinitamente diversos, nuestras papas podían cubrir el registro del arcoíris, y en nuestra diversidad podíamos entendernos con el medio, relacionarnos con él. Hemos tomado formas para cada pueblo, familia campesina y territorio, y en cada una resaltaba el sentido de comunidad, en donde todos y cada uno de sus componentes son indispensables viendo y pensando en uno como en los demás para que todo el sistema funcione, no mecánicamente, sino en forma natural. Las semillas dan el comienzo a todo el proceso de alimento, ella vive y muere en las entrañas del suelo, debiendo entonces, cuidarlos y amarlos como un solo y compenetrado ser. La Madre tierra nos cobija entregándonos lo necesario para crecer fuertes, florecer y así poder estallar de generosidad al criar frutos que les entregan un poco de nuestra vida, pero si no retribuimos ese cariño a la tierra, ella se apagará, y nosotras junto a ella. Porque es un vínculo eterno, no existe la una sin la otra.

A lo largo de la historia de la humanidad estuvo fuertemente presente este vínculo que permitía generar a la huerta. Sin embargo en un momento dado este vínculo se separa, de a poco a brutalmente en los últimos años. Comenzó paulatinamente con el surgimiento de las ciudades, lo que constituye a la vez una relación sui géneris entre el ser humano y su medio, luego y más fuertemente con la llegada de la modernidad, a partir de la revolución industrial. En esta separación las personas se desentendieron de la relación única que habíamos logrado, los humanos comenzaron a ver a la agricultura, a los campos, a lo que fuimos, como un medio para lograr distintos fines, como su seguridad económica a partir del comercio de lo que emergía del predio (ya no huerta). El daño comenzó a incrementarse, provocando que no se tratara con el justo cuidado a los suelos, perjudicando de forma implícita al mismo hombre, al mismo componente de esta existencia, de nuestra existencia.

Así, la modernidad llegó a situarse en el mundo, incrementado y perpetuando distintas tradiciones y costumbres de los nuevos pueblos que, por lo demás, ya se consolidaban como ciudades con grandes cantidades de personas, hambrientos de todo lo necesario para su sobrevivencia; todo esto influenciado por diversos “ilustrados” que insertaban incansablemente ideales de vida para subsistir y pensar el día a día. Ya se había perdido ese sentido de comunidad en donde todos eran indispensables y conformaban una unión enriquecedora de compresión entre unos y otros, en donde todos vivíamos con la empatía como algo común y corriente o quizás un poco obvio. Este mundo moderno llevó a una enajenación de la persona respecto de su medio, en pos del consumo exagerado de las riquezas que nos brinda la naturaleza, algunas de las cuales se ven representadas en nosotras, en la tierra. Se exacerba la idea de la seguridad antropocéntrica, de la importancia a la subsistencia de la especie humana, sin la conexión con la vida o biosfera natural tan importante para la vida en la Tierra.

En este contexto se posiciona el nuevo modelo económico capitalista, divulgando anti-valores entre los que el individualismo forma parte sustancial, apartando a las personas de las ideas de comunidad y de vida en constante comunicación, en donde importaba lo que le pase al otro, en donde importa lo que nos pase a nosotras. Junto a esto, provocó que las ciudades, esta ilustración a gran escala de los antiguos pueblos que existían años atrás, fueran perdiendo su sentido de pertenencia, su identidad, sus continuas reflexiones que van más allá de lo material. Vimos como las personas fueron cambiando su pensamiento y el futuro infructífero y negativo que conlleva esta situación.

En el período que hoy vivimos, en la última parte de la modernidad con el neoliberalismo, se vuelve más crítica esta relación. Si antes fue impresionante la dominación impuesta por el hombre sobre la naturaleza, hoy estas relaciones pasan a un segundo plano, la explotación del hombre por el hombre pasa a ser el centro de la problemática, y quizás aquí esté lo que nosotras las huertas creemos la equivocación, en que los seres humanos se hayan desvinculado de tal manera de su entorno que no pudieran más que mirarse el ombligo, olvidando el origen del problema, su vínculo con el ecosistema.

Con el desarrollo de las últimas tecnologías alcanzadas por el humano, este se ha permeado de la ilusa posibilidad momentánea de transformar estas relaciones con el entorno, jugando a creer que tienen el control sobre el antes hermoso y hoy peligroso azar, que nos llevó a formar el mar de biodiversidad que somos hoy y sus conexiones asombrosamente ligadas solo por convivir en el mismo espacio por unos cuantos millones de años, ¡sabiduría! Aprendizaje, silenciosamente mutilado por la invasión de escuadrones genéticos introducidos en lo más profundo de la esencia de granos y hortalizas, sin previo aviso ni consulta. Para matar el hambre contaban los primeros cuentos, pero no se quedaron más que en oscuras falacias camufladas entre la nube de ceniza que significó la biogenética, en la ya obscena manipulación natural. Pasando así a crear combinaciones de genes para nosotras, las huertas, inconcebibles. Pero con esto no solo varían los componentes orgánicos de este alimento, sino que ultrajaron la complicidad existente entre este y su entorno, considerándolo como único y particular, sin sopesar su historia como parte de una comunidad en armonía, el ser humano olvida en lo mas recóndito de su historia la sabiduría adquirida acerca de las relaciones naturales, para dar paso al desarrollo en su más mundana expresión.

Es por eso que hoy día se cultiva frutillas en el hemisferio sur gracias a que el hombre ha logrado transferirles genes de salmón para resistir el frío, gracias a la transgenia. ¿Para qué? ¿Con qué costo? Hoy el hombre se jacta de extraer cantidades estratosféricas de toneladas por hectáreas de algún alimento, de madera… ¿Para qué? ¿Con qué costo? El humano ha creado un sistema muy adecuado para algunos de ellos, ha creado un sistema tal que le ofrece a estos una gama de productos y posibilidades, algunas necesidades antes inexistentes para poder desarrollarse en esta vida. Si a esto se referían con “desarrollo” para nosotras las huertas solo ha significado un renegar de su esencia, cada día y en cada momento para echarse a la boca productos vacíos sin nutrientes, inservibles e incluso potencialmente peligrosos. Además de obviar el necesario vínculo entre nosotras y ellos, auto convenciéndose de que no nos necesitan para tener una vida plena. Pero se equivocan, al decir esto no queremos caer en la exaltación de nuestro ego, solo apelamos a la necesaria complicidad generada en años de andar de la mano, la cual no podemos desvanecer porque alguien les asegure este alimento y que por ello no tendrán hambre; se trata de que el uno sin el otro jamás podrá ser pleno porque nacimos juntos, y ese lazo es imposible de quebrantar. Así entonces, algunos apelan a la seguridad alimentaria, concepto que sustenta el delirio de control por sobre la naturaleza, avalando el negocio de los alimentos, respaldando paso a paso la introducción de grotescos mecanismos para la producción masiva de estos, apelando a la demanda de alimento por el mundo o más bien por esa masa hambrienta de consumidores; el mercado. Reduciendo una historia de vida en conexión entre huerta y hombre a simplemente un producto que se ingiere para posteriormente evacuarlo inconscientemente como un desecho más de su sociedad. Opuesto a la realidad y necesidad de la soberanía alimentaria que es lo que como pueblo deberían rescatar, esa posibilidad de labrar la tierra con sus manos, como los Antiguos lo hacían para que el alimento que nos nutre dependa de la gente, de la comunidad y de su relación con la huerta y de como ambas se entregan lo que la otra necesita, relación de confidencia casi perdida en nuestros días.

Hoy, la humanidad encerrada entre los muros de concreto de su “realidad”, olvida todo esbozo de comunidad, creyendo “vivir bien”, sin ni siquiera reflexionar su significancia, haciendo de los espacios privados utopías por las que se debe luchar y defender, cayendo en el capricho de la propiedad privada asegurada incluso por el orden civil y nacional. Pero, ¿dónde queda el espacio común, público? En donde convergían las ideas, para dar paso a eternas tertulias acerca de qué hacer, pero siempre en la colectividad y en unión, donde se generaba esa conciencia que solo germina en conjunto, siendo realmente una sociedad pensante que se hace cargo de lo que hace, y dice, y por supuesto come. Adoptando la idea de autogestión como un concepto modernista pero que encuentra sus raíces en la simpleza de la vida del campo, entendiendo que en él convergieron todas nuestras reflexiones, pero, albergadas en la inercia de sus vidas con un significado más celestial que mundano. Queremos compartir desde nuestra experiencia como huertas, la satisfactoria unión alcanzada por nuestras antepasadas y quienes las labraron, al llegar a ser un espacio soberano de alianzas, conocimientos y alimento, sin necesidad de dependencia de otras manos que hicieran el trabajo por ellas, comiendo así cada nutriente entregado conscientemente a la tierra. A esa tierra común con los hermanos en la que se trabajaba codo a codo por conseguir un alimento digno de alabanzas y cumplidos, esa tierra pública sin dueño más que el que quisiera quererla.

El espacio público que antaño era algo muy natural, en nuestros días es la única posibilidad que emerge para reconquistar la comunidad, esa asociación necesaria para compartir experiencias y conocimientos en pos del mutuo aprendizaje, necesario para que los ideales fructifiquen y construyan sin quedarse en simples convergencia de ideas, sino en lo más concreto dentro de la abstracción. Dicho espacio responde no solo a lo tangencial de un lugar físico si no que admite y permite concebir como un espacio público algo que se sienta como tal, que sintamos nos pertenezca, sin distinguir legalidades, cuidando en lo posible de no vulnerar las libertades colectivas por sobre las individuales. Dichas percepciones del territorio nos permiten plasmar la idea de apropiación del espacio entendiéndolo como la idea de “adueñarnos” de un lugar sin ser los dueños, comprendiendo que al intervenir un espacio público cualquier otro colectivo o particular con similares inquietudes pueda generar su aporte según su parecer en dicho lugar.

Nos mueve la convicción, entonces, de que el ser humano, fuente de una inteligencia a veces cuestionable, comienza así a concretar diversas reflexiones producto de estas constantes presiones a su método de vida, cansado de sobrevivir y no poder vivir, de que no se tome el peso de todo lo que existe en la naturaleza, de todo el daño que nos han provocado y de comprender como se vivía antes de la instauración de todo lo conformado actualmente, comienza a reencontrarse en las distintas ciudades con reflexiones únicas y enriquecedoras que tratan de darle un nuevo significado al espacio público para lograr la vida en comunidad.
Conscientes de que hubo un pasado, hay un presente y existirá un futuro con el cual debemos comprometernos y compenetrarnos para no quedarnos en querer entender lo que fuimos sino en comprender lo que queremos llegar a ser.

Por eso las huertas queremos decir que la conexión forjada en comunidad, en hermandad, nos generó y esperamos reviva la sabiduría colectiva perdida entre los ríos de asfalto en los que hoy el pueblo se encuentra sumergido, y así poder regresar, compartir y vivir en armonía con el ser humano, como siempre fue nuestra intención, aprendiendo nuevamente las enseñanzas que cada persona nos quiera entregar, y mostrar con el fin de retroalimentar estas sabidurías alimentarias, que no solo significan alimento.

No creemos en una perfección pero sí concebimos dentro de nuestras entrañas la remota posibilidad de esperar que esto mejore, que nuestra relación con el entorno, con el ecosistema, con la gente, sea más que simplemente coexistir al lado de ellos sino que los reconozcamos como fundamentales para nuestra vida, no una “sobrevida” refiriéndonos al término sobrevivir, sino una plena vida que es como deberíamos algún día aprender a vivir. Respetando cada forma y manera de vida existente como valiosa para crecer en plenitud, y así sabernos iguales, ni superiores, ni inferiores a ellos nos hará mirar el futuro de cara a una nueva realidad que se vuelve a abrir ante nuestra mirada. Construyendo así desde esta nueva perspectiva de reencuentro con la huerta y con la comunidad para así lograr cambios estructurales, que no sigan promoviendo el desarrollo humano por sobre el resto de los seres vivos y ecosistemas existentes, sino que vele por la perpetuidad de todos y cada uno.

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* Las Huertas Urbanas somos estudiantes de diversas disciplinas de la Universidad de Chile que trabajamos en vínculo con huertas de la ciudad de Santiago. Nacemos del curso impartido en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo llamado “Huerto Comunitario”, dictado por los mismos estudiantes junto con un profesor. Pensamos colectivamente la importancia de los huertos para la ciudad y las relaciones humanas, y este texto sintetiza el trabajo realizado el primer semestre del 2012.

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