Javier Pineda Olcay
Egresado de Derecho de la Universidad de Chile. Ayudante ad honorem de la Cátedra de Derecho Internacional de los Derechos Humanos y miembro del Área de Derechos Humanos de la Corporación 4 de Agosto.

Ilustración: Nacho Nass

El presente artículo plantea el estado de excepción en el Wallmapu, que priva de derechos y garantías constitucionales al pueblo mapuche, legitimando el despojo realizado por las empresas forestales e hidroeléctricas en dicha región, mediante la militarización de este territorio, la persecución política de los principales dirigentes mapuche autonomistas y medidas legislativas como la Ley Antiterrorista.

La discusión sobre el estado de excepción se ha situado en el límite entre la política y el derecho. Las medidas excepcionales se encuentran en la paradójica situación de ser medidas jurídicas que no pueden ser comprendidas en el plano del derecho: el estado de excepción se presenta como la forma legal de aquello que no puede tener forma legal (Agamben, 2004)[1].

El estado de excepción se ha transformado en la respuesta inmediata del poder estatal a los conflictos internos más extremos, incluso siendo llamado “guerra civil legal”. El estado de excepción, a diferencia del estado de guerra, no es un derecho especial, sino una suspensión del propio orden jurídico para mantener su vigencia.

La noción del estado de excepción se remonta a las dictaduras romanas, sin embargo, su concepción moderna la encontramos en la tradición democrático-revolucionaria de la Revolución francesa. Los poderes gubernamentales, y en especial el poder ejecutivo, adquirían “plenos poderes” para mantener la vigencia del derecho. En el estado de excepción se puede apreciar la diferencia entre estado y derecho: el estado continúa existiendo, mientras que el derecho pasa a un segundo término (Schmitt, 2013)[2].

Un ejemplo claro de estado de excepción es el estado nazi, en el cual Hitler, en febrero de 1933, proclama el Decreto para la protección del pueblo y del estado, mediante el cual suspende los artículos de la Constitución de Weimar concernientes a las libertades personales. Esto no sería exclusivo de Alemania, sino que en la mayoría de los países europeos se entregarían “plenos poderes” a los gobernantes, lo cual se traduciría en un gobierno más fuerte y ciudadanos con menos derechos. Como sostenía Walter Benjamin (1942): “el estado de excepción […] ha devenido la regla”.

Y este estado de excepción permanente no solo sería cuestión de los totalitarismos del siglo XX. El narcotráfico y el terrorismo han desatado lo que se ha llamado como “guerra civil mundial”, lo cual ha provocado que los estados autoproclamados como regímenes democráticos adopten el estado de excepción como paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea. El enemigo es un ser espectral, sin centro visible, que amenaza continuamente. En esta situación se encuentra Estados Unidos, que, después del atentado de 2001, aprobó la Patriot Act y la military order de G. Bush, que establece detenciones indefinidas (indefinite detention) y comisiones militares ad hoc. Los musulmanes sospechosos se transformaron en seres jurídicamente inclasificables: no son procesados bajo las convenciones de Ginebra (aplicadas en caso de guerra) ni por los delitos norteamericanos; simplemente son “detenidos”. Otro ejemplo es Francia, que se encuentra en estado de excepción desde los atentados de noviembre de 2015.

Chile no ha escapado a la política anterior. La constitución de 1980 de Pinochet, legitimada por Patricio Aylwin y posteriormente por Ricardo Lagos, reguló constitucionalmente cuatro estados de excepción: el estado de asamblea, el estado de sitio, el estado de emergencia y el estado de catástrofe. Estos estados contemplan medidas suspensivas o restrictivas del ejercicio de determinados derechos o garantías constitucionales, siendo un intento de contener jurídicamente una cuestión que era pura facticidad.

La derecha en los últimos meses ha solicitado que se aplique el estado de sitio en el Wallmapu; para esto, la constitución exige como requisitos una grave conmoción interna y la aprobación del Congreso Nacional. Sin embargo, los gobiernos de turno no han requerido de la declaración de un estado de excepción constitucional para violar garantías y derechos fundamentales del pueblo mapuche.

El mapuche, desde la intensificación de sus demandas de autonomía, sobre todo de aquellas que reivindican la Nación Mapuche, es visto como un enemigo interno que amenaza la “seguridad de la nación” con su propuesta autonomista. Para garantizar al estado de Chile y su estado de derecho, se deben suspender los derechos del “enemigo”. Las promesas de derechos civiles y políticos se transforman en una ilusión para el mapuche. Dirigentes de la principal organización autonomista (Coordinadora Arauco-Malleco) son encarcelados mediante montajes, las comunidades son allanadas violentamente, mapuches son detenidos en las calles arbitrariamente. Incluso, en los últimos meses se ha visto el auge de grupos paramilitares aparentemente respaldados por las fuerzas policiales (o conformados por las mismas), que han realizado secuestros y torturas de longkos mapuche, como fue el caso de Víctor Queipul.

Además, el derecho de propiedad no opera para los mapuche. El estado ha legitimado el robo de tierras por latifundistas y forestales en los años de la dictadura militar e incluso durante las décadas siguientes. Permite que se construyan hidroeléctricas sin contar con los permisos pertinentes y, en materia forestal, mediante el Decreto 701, subsidia a las grandes empresas forestales que devastan el territorio y que han despojado a los mapuche de sus tierras. El Convenio 169 de la OIT se ha vuelto letra muerta y el derecho a una consulta previa, libre e informada es prácticamente inexistente. Por otro lado, el Wallmapu se encuentra completamente militarizado y los gastos en seguridad aumentan cada año exponencialmente. El conflicto político es negado por el gobierno y la guerra de baja intensidad se ha transformado en la táctica de desarticulación del mapuche organizado.

Pero el estado de excepción no se traduce solo en una cuestión de facto. También ha sido juridificado mediante una legislación que le es propia y que resulta contraria a los tratados internacionales ratificados por Chile e incluso a la constitución de 1980. El ejemplo paradigmático es la Ley Antiterrorista promulgada en 1984 por el dictador. En los momentos de su implementación sería utilizada para perseguir a militantes de izquierda y críticos de la dictadura, mientras que en los gobiernos posdictatoriales se invocaría contra el nuevo enemigo interno: el mapuche. Las víctimas de esta ley, que infringe las normas del debido proceso al admitir testigos sin rostro, serían los líderes y autoridades ancestrales de las comunidades mapuche más combativas. La aplicación de esta ley como mecanismo de persecución política sería reconocida incluso por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Sentencia Norín Catrimán y Otros vs. Chile (conocida como el “Caso Loncos”).

No obstante este fallo y las promesas de campaña, el segundo gobierno de Bachelet invocaría nuevamente esta ley, a pesar de las recomendaciones de los organismos nacionales e internacionales de Derechos Humanos. Los instrumentos jurídicos de la dictadura son utilizados por los “demócratas” de la Nueva Mayoría, otrora Concertación.

El Wallmapu no se encuentra sumido en el caos. Es un estado de excepción donde se priva al mapuche de sus derechos y garantías constitucionales, rompiendo con el estado democrático de derecho, con el fin de resguardar los verdaderos intereses del estado chileno: la protección del capital de empresarios forestales y de hidroeléctricas que obtienen sus riquezas mediante el despojo de un pueblo.

Frente al saqueo y a la negación de su propia existencia, el pueblo mapuche tiene el derecho a la revolución y a su autonomía política.

[1] Agamben, G. (2004). Estado de Excepción: Homo Sacer II. Pretextos, Valencia.

[2] Schmitt, C. (2013). La dictadura. Alianza, Madrid.

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