Apuntes sobre una ciudadanía antipopular

Benjamín Sáez
Sociólogo de la Universidad de Chile e investigador de Fundación SOL.

Ilustración: Wackala Arte Gráfico

Para reflexionar sobre la seguridad y el orden público, o más bien, sobre la coacción física mediante la acción organizada del estado, se requiere de una interpretación sobre el poder y la dominación, lo que necesariamente conduce al problema de la legitimidad. Esta forma de abordar el problema exige despejar algunos mitos que oscurecen la comprensión del uso de la fuerza para reprimir las múltiples acciones de protesta que –como sugiere esta edición de Rufián Revista– han ido creciendo en frecuencia e intensidad en años recientes.

Lumazo, pan y circo

Debido a la exuberancia de la represión policial y a las consecuencias de sus excesos, nuestra atención generalmente se enfoca en las manifestaciones más espectaculares del uso de la fuerza pública. Este uso de fuerza se refiere al funcionamiento de las instituciones de “represión física socialmente organizada”, como el ejército, la policía, el sistema penitenciario, etcétera, y –como advirtiera Poulantzas– constituye una característica de toda relación de poder en el marco del estado capitalista moderno. Desde esta perspectiva, el “momento de la fuerza y la coacción” se complementa con el “momento del consentimiento” para asegurar la reproducción de las relaciones de dominación entre clases dominantes y subalternas. Esto quiere decir que el análisis de la represión física no puede descuidar el momento en que se asegura su legitimidad; no puede perder de vista el problema del poder. La imagen de un policía lanzando bombas lacrimógenas hacia una manifestación o golpeando a menores de edad en la vía pública es tan relevante como esa escena cotidiana en que el vecino aprieta los dientes y declara que “ya está bueno ya”, que “se subieron por el chorro”, que “hay que poner orden”.

Lechner aporta una interpretación clarificadora sobre este aspecto al plantear que la realidad social no es una naturaleza muerta, sino una producción social. La realidad se forma por una relación de poder mediante la cual el interés dominante se objetiva en orden. Al incidir sobre la realidad, “el poder genera su propia legitimidad”, de manera que el reconocimiento del orden político es, en parte importante, el reconocimiento de la realidad ordenada por el poder. Al estar respaldadas por este trasfondo fáctico, las relaciones de poder aparecen como un hecho inscrito en “la fuerza de las cosas”. Con ello se quiere plantear que la realidad es una producción social que se construye “a la fuerza” y que, por lo tanto, el poder no es solo coacción física, sino también, y por sobre todo, “el poder de la estructura social”[1].

De ahí la utilidad de incorporar al análisis del uso de la fuerza una reflexión sobre la ideología y la hegemonía. Estos conceptos permiten profundizar sobre los mecanismos cotidianos mediante los cuales se justifica el dominio de la clase dirigente y se logra la complicidad y el consentimiento activo de los gobernados. Desde este punto de vista, el estado no es solamente “un aparato” ni se encuentra circunscrito a la esfera pública[2], sino que constituye una serie de mecanismos simbólicos y prácticos (los valores, el gusto, la moda, los prejuicios, las opiniones del sentido común, etcétera) que operan como mediación entre dominantes y dominados. La ideología, desde esta perspectiva, no remite solo a “lo político”, ni corresponde solo a una operación de “ocultamiento” o a un sistema lógico y coherente de principios y valores; la ideología es inobservable desde el punto de vista práctico cotidiano, incide en las orientaciones de acción y, por esta vía, en la coordinación de los agentes, sin que exista una conciencia clara de esta operación. También, como plantea Zizek, la ideología no tiene tanto que ver con lo que “sabemos que no sabemos”, sino más bien “con lo que no sabemos que sabemos”[3]. Opera, desde este punto de vista, como una disposición incorporada que se traduce en acción de forma espontánea y natural[4]. Desde esta perspectiva, el tapaboca de Karen Doggenweiler, esa acción automática y compulsiva, tiene tanto que ver con el orden y el poder, como los excesos de la represión policial.

Ciudadanía antipopular

Una de las consecuencias importantes de la transición chilena es la mantención de la vocación antipopular del estado autoritario. Ante la oleada de dictaduras que cubrió América Latina en la segunda mitad del siglo XX, Guillermo O’Donnell[5] acuñó el concepto de “estado burocrático-autoritario” para diferenciar estos casos de otras experiencias dictatoriales, como el fascismo. A diferencia de este último, algunas dictaduras latinoamericanas no propiciaban la participación popular, sino, por el contrario, apuntaban a la “desmovilización social”. La expresión más clara de esta diferencia es el protagónico papel que jugó el “Frente Alemán del Trabajo” en el nazismo, en comparación con una dictadura chilena que pulverizó la acción sindical mediante el Plan Laboral de 1979. La profunda vocación antipopular de los estados burocrático-autoritarios tiene que ver con su origen, como reacción al proyecto contrahegemónico impulsado durante el siglo XX por la clase obrera y algunos sectores medios y capas del empresariado nacional. Estos sectores proponían nuevas formas de mediación entre dominantes y dominados, en lo que se ha entendido como estado nacional popular.

Por décadas, el carácter antipopular del estado ha mantenido su vigencia. Esto no significa que se manifieste un rechazo abierto a la participación de las personas. Muy por el contrario, parte importante del carácter antipopular de la dominación se impone a través de una imagen de la ciudadanía y los espacios de participación. Junto con los cambios operados en los mecanismos de acumulación (contención salarial, formas de acumulación por desposesión como el endeudamiento de los hogares, la privatización de derechos sociales, la capitalización de empresas a través de las AFP, etcétera), en estos veinticinco años de democracia se ha ido consolidando un dispositivo hegemónico distinto al de la dictadura, que, no obstante, se mantiene en el marco de un estado antipopular y es impulsado por el nuevo bloque histórico que emerge de la transición. La integración mediante el consumo, la primacía de los principios de interpretación del mundo de la economía ortodoxa (por sobre todo, la centralidad del crecimiento económico sobre cualquier consideración), más una nueva noción de ciudadanía y políticas públicas en el marco de un desarrollo económico supuestamente avanzado, aparecen como engranajes significativos de esta constelación simbólica. La idea del progreso, el “Chile jaguar” y el consumo jugaron un papel significativo en este proceso, como advirtiera Moulian en los 90.

Sin ir muy lejos, la crisis política actual tiene que ver con el desgaste de estos mecanismos, la incapacidad del bloque en el poder para redefinir la legitimidad de su dominación, y la presencia de movimientos sociales, que se van apropiando de los “significados flotantes” de la ideología dominante para subvertir su sentido[6]. De ahí que el proceso reciente de aumento en la participación de “lo político”[7] aparece en medio de tensiones. De acuerdo al último informe del PNUD para nuestro país, en Chile se da la paradoja de un proceso creciente de politización desde una concepción “apolítica” de la política (con una distancia importante hacia los partidos) que, además, enfrenta visiones contrapuestas desde la perspectiva de los sectores dominantes y de la ciudadanía[8].

Una de las consecuencias más relevantes de las movilizaciones de 2011 es que por primera vez desde el retorno a la democracia, vastos segmentos de la sociedad perciben que problemas significativos de su vida personal y familiar son causados por aspectos que van más allá de lo individual (son estructurales). Pero no solo esto. Con distintos niveles de claridad, dependiendo de la coyuntura, se ha instalado en el sentido común que estas causas estructurales se relacionan con el abuso empresarial y la permisividad de la política con los negocios. No es casual que el movimiento estudiantil de entonces cambiara las acostumbradas consignas de los 90 por un enfrentamiento directo contra el lucro en la educación privada.

La discusión política actual se ha visto arrastrada por este sentir colectivo respecto a la necesidad de transformaciones significativas y se ha orientado, en mayor o menor medida, a satisfacer o contener esta demanda. Toda la arquitectura discursiva que permitió la articulación y el triunfo de la Nueva Mayoría se trata justamente de incorporar la retórica de las transformaciones dentro del horizonte de sentido en que descansa esta idea de una ciudadanía empoderada, mediante el consumo y mecanismos político-liberales y/o emergentes de participación (TIC). Conviene tener en cuenta que al interior de la coalición no existe una hegemonía ideológica del reformismo, contraponiéndose además un ideario ortodoxo-neoliberal que (fuera de los periodos de campaña) se ha logrado imponer[9]. En la práctica, más allá del ámbito de los discursos políticos (significativos para la construcción de una identidad política), esta retórica no se ha traducido en cambios en la mediación entre sectores dominantes y dominados, descansando aún sobre unas instituciones estatales y de la sociedad civil que han sido concebidas para propiciar la desactivación popular.

Estos antecedentes dan cuenta de un proceso incipiente de lo que Gramsci denominaba “crisis de autoridad” para designar la situación en que la clase dominante pierde la capacidad de generar consentimiento y, en consecuencia, su dominación pasa a depender casi totalmente de la coacción física, generando en el largo plazo un difuso escepticismo. Tendencia abonada en el plano internacional por la obsolescencia del liberalismo embridado[10], el recrudecimiento de la explotación de los hogares para asegurar el ciclo de reproducción del capital y la contrapartida de este proceso en la “atrofia deliberada del Estado Social”, que permite la “hipertrofia distópica del Estado Penal”[11].

Es relevante dejar atrás la idea de que, en esta coyuntura y luego del 2011, “todo está en discusión”, como plantea el informe del PNUD. Precisamente porque no todo está en discusión, la interrogante sobre el uso de la fuerza represiva y sus bases ideológicas será una incógnita cada vez más acuciante de la realidad nacional.

[1]     Ver: Lechner, N. (2006). “Poder y orden. La estrategia de la minoría consistente”, Norbert Lechner: Obras escogidas, LOM, Santiago.

[2]     Como plantea Gramsci, la hegemonía opera en una compleja trama de relaciones entre estado y sociedad civil, involucrando una red de instituciones privadas que reproducen de manera extensiva la hegemonía del bloque histórico.

[3]     Ver: Zizek, S. (2011). Primero como tragedia, después como farsa, AKAL, Madrid.

[4]     La noción de habitus de Bourdieu resulta útil para estudiar estos mecanismos prácticos de orientación de la acción, contra el paradigma de la acción racional como sentido mentado.

[5]     Ver: O’Donnell, G. (1977). “Reflexiones sobre las tendencias de cambio del Estado burocrático autoritario”, Revista mexicana de sociología, Vol. 39, No.1, México DF.

[6]    Conviene recalcar que este desgaste no implica su obsolescencia, sino más bien un contrapunto a su efectividad. La adhesión al orden es un aspecto muy marcado de las relaciones de dominación en el Chile actual.

[7]     Entendido como algo distinto de “la política”. De acuerdo al último informe del PNUD, se entiende lo político como todo aquello susceptible de ser decidido colectivamente en una sociedad.

[8]     Ver: PNUD (2015). “Los tiempos de la politización”, Desarrollo humano en Chile.

[9]     Ver: Garretón M. (2013). Neoliberalismo corregido y progresismo limitado: Los gobiernos de la Concertación en Chile 1990-2010, Clacso, Santiago.

[10]   Ver: Harvey D. (2010). A Brief Story of Neoliberalism, Oxford University Press.

[11]   Ver: Wacquant L. (2000). Las cárceles de la miseria, Manantial SRL, Buenos Aires.

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