
Constanza Ambiado *
La dictadura militar en Chile fue el despliegue de una maquinaria del castigo que terminó por exterminar a toda una generación que pensó un país distinto. En un contexto posdictatorial se vuelve necesario repensar las herencias que la violencia dictatorial ha dejado en nuestros cuerpos y el nivel de impunidad en que vivimos, tarea para la cual se vuelven clave los ejercicios de memoria y la rearticulación de diálogos entre las generaciones pasadas y las futuras.
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Nos encontramos a 40 años del golpe militar en Chile. Los asesinos y autores intelectuales de la dictadura siguen libres por las calles de nuestro país o están cumpliendo penas excesivamente pequeñas para las acciones cometidas. No hay aún una difusión amplia de las vías de acceso a la información de tales asesinatos ni de los dispositivos puestos en funcionamiento durante los 17 años de dictadura, como tampoco es fácil encontrar un espacio público habilitado para el debate ni una masa crítica que pueda romper con los monopolios de la memoria. Después de cuatro décadas, lo que tenemos es una ciudadanía desinformada (si es que tal contradicción es posible), dos comisiones de la verdad, un número acotado de casas de memoria y un Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Tenemos muy poco y en su mayoría se trata de datos: cuándo lo detuvieron, dónde estuvo, qué castigos le aplicaron y luego un silencio. Sin ilación, carente de relato. El peligro del dato es que cae en las ficciones cuantitativas; empezamos a comparar cifras, cuántos muertos, cuántos castigos y cuánto tiempo de encierro, pero ¿es realmente medible? ¿El hecho se vuelve más grave dependiendo si fueron asesinadas 100 o 300 personas?, ¿si estuvo una semana o tres meses?, ¿si le aplicaron electricidad o si lo tuvieron en aislamiento durante días? Yo diría que no. Hace diferencias, pero no lo vuelve más grave, no lo vuelve más importante.
Durante la dictadura militar en Chile, las personas identificadas y clasificadas como “subversivas” se transforman en el enemigo, la cual es una denominación plagada de nociones y metáforas que lo alejan de lo humano, como “ratas marxistas” o “humanoides”. Entran a los centros de castigo, encierro y exterminio, los cuales son, en palabras de Roberto Merino Jorquera, los lugares donde se vuelve concreta “la política de castigo, encierro y exterminio, producto de una concepción binaria de lo político, de la política y de lo social. La eficacia de la barbarie organizada, administrativa, burocrática y jerarquizada necesita de la actividad humana y sobre todo del sufrimiento”(1). Una vez dentro de estos espacios, se da inicio a un proceso de animalización a través de estrategias tales como colocarles números, nombrarlos como “paquetes” o mantenerlos desorientados por medio del constante tránsito. Los cuerpos se vuelven desechables, algunos son tirados al mar, otros son dejados en el desierto. Es usual pensar en los castigos y desapariciones como actos de una violencia desmedida, irracional, bárbara, cuando son todo lo contrario. No hay nada más medido y preciso que el castigo. Prefiero, por tanto, hablar de castigo antes que de tortura, de forma de develar el carácter técnico de este, su absoluta racionalidad. Se está hablando de procedimientos técnicos, los cuales requirieron de dedicación y tiempo, ensayo-error y mejoras. Se vuelve bastante siniestro pensar en que se enseña a castigar, pero se debe ser enfático en esto: los cuerpos que fueron castigados, y que en algunos casos desaparecieron, fueron castigados y desaparecidos por personas que recibieron un entrenamiento para hacerlo de forma eficaz y prolija.
Es importante darse un tiempo para pensar qué se ha heredado de tales conocimientos técnicos en la posdictadura, en especial cuando vemos la intensidad con que se golpea y reprime a los estudiantes durante las manifestaciones por la educación de los últimos años. Recuerdo bien la foto de un chico que fue secuestrado por dos hombres vestidos de civil arriba de una camioneta blanca sin patente, ¿no les suena familiar eso de auto blanco sin patente? La dictadura habrá terminado oficialmente pero al parecer hay herencias que siguen siendo reproducidas, enseñadas, aplicadas. Me pregunto qué técnicas están siendo enseñadas en las Academias de Guerra, en las Escuelas Militares o de Carabineros en Chile. Cuánto han mejorado después de cuarenta años de aplicación y qué novedades han inventado. ¿Habrá una ética del castigo? ¿Se les enseñará como un trabajo o será más bien un gaje del oficio? Siempre me he preguntado qué pasará por la mente del ejecutor cuando se encuentran en plena faena. ¿Pensará en algo?, ¿se preguntará si está haciendo un buen trabajo, o en que si sigue así sus jefes van a felicitarlo? Vuelvo a reiterar lo siniestro que es pensar estas cosas, pero por otro lado he leído narraciones en que los castigados relatan sus propios interrogatorios, las sesiones de preguntas, los golpes, la electricidad, el olor a quemado, el dolor en las articulaciones, la sensación del cigarro en la piel, de repente un respiro, los dos ejecutores conversan entre ellos, sobre lo que viene, sobre lo que harán, el castigado siente la intriga, es testigo de la decisión de su destino sin derecho a voto, finalmente deciden, electricidad dice uno, están a punto de empezar cuando de pronto uno de ellos le dice que son las seis y algo, que ha terminado el turno, apagan la máquina, le tiran una talla al castigado, lo dejan ahí para irse a sus casas. ¿Qué se puede pensar de esto, más que se trata de un trabajo? En otra narración leí a un hombre reflexionando sobre las picanas, sobre la primera vez que se encontró con una y solo pudo pensar en lo bien hecha que estaba, en cómo él creía que sería una herramienta hechiza, pero no, estaba complemente bien elaborada. Y su reflexión terminaba con la pregunta de cómo era posible que en alguna parte existiera una fábrica de picanas. Es impresionante lo certera que es su pregunta.
¿Qué pasa cuando esas personas, quienes han sido castigadas, salen a la calle y se vuelven visibles para los otros, aquellos que aún no han caído en el encierro? El sobreviviente se vuelve una medida ejemplificadora de lo que pasa cuando se desobedece, de cómo terminan los “indeseables”, los “enemigos de la patria”. El miedo se instala y expande, se contagia: miedo de hablar, miedo de caminar por la calle, miedo de volverse “indeseable”. Lo preocupante es que una vez que se instala, ese miedo también se hereda. Probablemente a más de alguno de ustedes los han hecho callar al hablar un tema demasiado político, no necesariamente con palabras, puede ser un gesto, una mirada, una omisión. Henos aquí, una sociedad acallada pidiendo permiso para todo, incluso para protestar por las calles de la ciudad. Podríamos encontrar los efectos de la dictadura en nuestros gestos más pequeños, en los más cotidianos, en lo poco conmovidos que nos mostramos cuando 81 hombres mueren quemados en una cárcel pública, o en lo agresivos que nos ponemos cuando estamos frente a nuevas oleadas de inmigrantes latinoamericanos. Es la desconfianza, el temor con que tratamos al otro.
Durante la dictadura, los llamados “subversivos” eran ese otro. La mayoría de ellos y ellas eran jóvenes con una idea diferente de la sociedad. En ese sentido, no solo exterminaron personas o cuerpos, sino que se quiso terminar con la idea y promesa de una sociedad distinta. Recuperar aquellas historias en función del duelo social nos pone en vías de recuperación de las ideas transformadoras de la sociedad.
Estamos en una época clave para nuestra memoria pública, cada vez quedan menos supervivientes de aquellas experiencias y cada vez es mayor la ciudadanía que nada sabe respecto a estas. Trabajé por un tiempo con el Comité de Derechos Humanos de Curacaví, y cada vez que hablaba acerca de ese trabajo era recurrente que alguien me preguntara si tenía algún familiar desaparecido, ejecutado o superviviente. Parece que es imposible pensar que alguien luche por la memoria pública cuando no ha sido afectado directamente por la violencia. Aparentemente, hemos decidido que el asunto de la memoria es algo privado, individual. Sin embargo, no lo es. La transmisión de las experiencias de violencia debe ser una responsabilidad que comprometa a la sociedad entera. El recuerdo del desaparecido no solo debe vivir en su familia, sino que todos debemos compartir y comprender ese dolor para construir una sociedad que no vuelva a ser azotada por la maquinaria de represión estatal. La violencia rompe las relaciones sociales, las atomiza, por tanto la transmisión de memoria debería tener como objetivo su reconstitución. Los ejercicios de memoria no se tratan sobre el espectáculo de la muerte, sino de procesos de reorganización del tejido social.
Se vuelve imperativo volver a repensar la dimensión social de la recuperación de este pasado a través de ejercicios de memoria que rearticulen a las viejas y nuevas generaciones, pues a pesar de que han pasado 40 años, la dictadura tiene efectos residuales. Tal como estima Pilar Calveiro, “el poder muta y reaparece, distinto y el mismo cada vez. Sus formas se subsumen, se hacen subterráneas para volver a reaparecer y rebrotar”(2). Volver a mirar esas historias es también una forma de unir lo que fue con lo que es, reconocer las violencias pasadas en las presentes.
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* Licenciada en Historia de la Universidad Católica, y prontamente Licenciada en Estética de la misma casa de estudios. Participa en el Núcleo de Sociología del Cuerpo y las Emociones de la Universidad de Chile y también ha colaborado con el Comité de Derechos Humanos de Curacaví. Se ha especializado en formas de transmisión de memoria y representación de la violencia, con particular énfasis en las experiencias vividas durante la última dictadura militar en Chile.
(1) Merino Jorquera, Roberto. “La experiencia concentracionaria chilena (1973-1977)”, en Revista Actuel Marx Intervenciones, Vol. 6, Santiago, primer semestre año 2008, p. 98.
(2) Calveriro, Pilar. Poder y desaparición. Buenos Aires: Colihue, 2001, p. 169.
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