Racismo en Chile ¡Morena, morena, rica, qué rica!

Melissa M. Valle*

Traducido del inglés por Camila Bralić

El año pasado, Melissa M. Valle realizó una pasantía de investigación en el Departamento de Sociología de la Universidad Alberto Hurtado. Durante su estadía llevó a cabo un proyecto de investigación exploratoria, para el cual entrevistó a 48 inmigrantes visiblemente afrodescendientes radicados en Santiago de Chile, acerca de sus vidas y experiencias en dicha ciudad. El resultado examina cómo los grupos marginados viven con el estigma. El presente artículo entrega una visión de conjunto de dicho estudio.

Suelo preguntarme qué hace que algo le parezca «normal» a la gente. ¿Cómo se llega al punto de ni siquiera inmutarse ante algo que podría parecer extraordinario? Imagino que es una combinación de una experiencia que se ha repetido en el tiempo, en múltiples espacios y entre diferentes poblaciones. Existe una palabra en inglés que me ha sido útil al reflexionar acerca de la normalización del racismo y la discriminación: Inure. No he logrado encontrar un verdadero equivalente en español. Quizás «inmunizar». Pero la palabra inure no refiere únicamente a endurecerse o acostumbrarse a algo. Aquello que se construye en esta palabra son las condiciones necesarias para que dicho proceso tenga lugar. Inure significa «habituarse a algo indeseable, especialmente a través de un sometimiento prolongado». Implica acostumbrarse a un cierto estado de miseria o maltrato, de modo que con el tiempo se llega a pensar que se trata simplemente del modo en que son las cosas. Cuando esta situación se prolonga de generación en generación, ese maltrato puede llegar a parecer irrevocable; no ya una función de la interacción humana, la historia, la economía o la política, sino algo que siempre ha sido y por lo tanto siempre seguirá siendo.

A los latinoamericanos les encanta decirnos a los estadounidenses que el racismo es un fenómeno exclusivo de EE. UU., que en sus países respectivos tienen problemas de clasismo, sexismo, homofobia, xenofobia, todos los «ismos», menos racismo. Estos comentarios suelen venir de aquellos que, en el contexto latinoamericano, se identifican como blancos o mestizos. A nosotros siempre nos causa risa. No solo por las muchas instancias de flagrante racismo que observamos o experimentamos personalmente en Latinoamérica, o por las diversas investigaciones que han ido derribando los mitos de la democracia racial latinoamericana, sino porque resulta ridículamente cómico que alguien que no suele cargar con la peor parte del racismo crea que está en la posición de decir si existe o no. ¡Vaya privilegio!

Ser originario de Estados Unidos, lugar con un tipo propio y singular de racismo profundamente alojado en el nervio mismo de la vida diaria, puede sensibilizarnos ante las formas tanto sutiles como flagrantes en que uno puede ser discriminado. Muchos afrodescendientes en Estados Unidos están conscientes de que las diversas manifestaciones del racismo no son fantasías de paranoicos y agitadores. Se podría argumentar que somos hipersensibles, pero es precisamente esa forma de pensar la que permite que el racismo se perpetúe y se vuelva algo que está simultáneamente internalizado e invisibilizado. El racismo en Chile fue distinto, pero al mismo tiempo tristemente similar al racismo de otros países latinoamericanos. El racismo que han experimentado los grupos indígenas, especialmente los Mapuche, es bien conocido y se ha extendido a los inmigrantes que vienen de lugares como Bolivia y Perú. Sin embargo, la población afrodescendiente históricamente ha sido pequeña en Santiago, por lo que la marginalización y la exclusión de esta afluencia relativamente reciente de gente de la diáspora africana está recién comenzando a ser discutida y documentada abiertamente.

El racismo es sistémico. Y como la mayoría de los sistemas de injusticia, no puede ser eliminado por simple voluntad, deseo o esperanza. Uno de los primeros pasos a tomar para combatir el racismo es entrar en contacto con aquellos que lo sufren, para así comprender cómo opera; y eso fue lo que hice al llegar a Santiago en enero de 2013. Gracias a una gran amiga que me ayudó como mi Gurú chilena desde Nueva York, fui investigadora visitante en el departamento de sociología en la Universidad Alberto Hurtado en Santiago. Realicé un proyecto de investigación exploratoria para el cual entrevisté a 48 inmigrantes visiblemente afrodescendientes, acerca de sus vidas y experiencias en Santiago de Chile. Fue esclarecedor y doloroso, pero también catártico, ya que comencé a trabajar mis propias experiencias en Chile. Me di cuenta de las muchas maneras en que aquellos entrevistados eran distintos de mí, sin embargo similares en algo a lo que se le dio prioridad en ese espacio: nuestra percepción de tener identidades racializadas. Entrevisté a personas afrodescendientes de diversos ámbitos; gente que limpiaba casas, otros desempleados, promotores de fiestas y bartenders, empresarios, médicos y otros profesionales. Procedían de 15 países distintos, y sus idiomas nativos incluían español, inglés, portugués, creol, francés, sueco y suajili. Tenían entre 19 y 65 años de edad, hombres y mujeres, todos en un país que no era originalmente el suyo y todos con la esperanza de algo mejor que aquello que habían conocido previamente.

El Comité de las Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial («CERD» por sus siglas en inglés) terminó su reporte sobre racismo en Chile en agosto, y si bien todavía no está disponible, si no concluye que el racismo y la xenofobia están bien presentes en Chile con respecto a los afrodescendientes, entonces cuestionaría seriamente su credibilidad. Algunos a quienes entrevisté sentían que el racismo experimentado en sus países de origen era tan intenso, que lo que estaban experimentando en Chile era o más suave o igual, lo cual los hacía parecer «inmunizados» a los diversos grados de injusticias que experimentaban. Otros, a pesar de lo que hubieran experimentado anteriormente, estaban estupefactos y agobiados ante lo que les había pasado en Santiago. Algunos no habían experimentado nada directamente, pero prácticamente todos conocían a algún afrodescendiente que sí, y eran capaces de recordar las instancias específicas.

Solo puedo especular sobre las razones por las que no he experimentado racismo de forma más evidente. Al igual que muchas sociedades latinoamericanas, Chile tiene una jerarquía de clases bien definida, lo cual puede haber influido. Hay un cierto número de factores potencialmente mitigadores: mi piel morena más clara, mi habilidad para hablar inglés, estatus educacional y económico percibidos más altos por ser ciudadana de EE. UU., mi vestimenta, o el hecho de que la mayoría supone que vengo de Brasil (nacionalidad que, según algunos, tiene un estatus favorable en Chile). Entre más escuchaba las narraciones de los entrevistados, más afortunada me sentía por no haber recibido personalmente algunos de los más deplorables actos de racismo. A mí no me habían gritado «negra de mierda» en la calle. No me habían agredido en un club nocturno ni me habían gritado epítetos raciales. Tampoco me habían gritado esas mismas palabras hirientes mientras me robaban, atacaban o me rompían el hombro con una botella. No me habían despedido de un trabajo, para luego enterarme por un compañero que mi antiguo supervisor decía que la razón de mi despido era ser negra. No había trabajado en hoteles sintiendo que, debido a que era negra, me asignaban las peores labores y las más arduas; que se me echaba la culpa por cualquier cosa que saliera mal mientras mis compañeros blancos cometían errores escandalosos y nunca eran sancionados. A mí no me había pasado que, después de llamar por un anuncio de trabajo (con mi evidente acento extranjero), me ofrecieran una entrevista, pero al verme llegar me dijeran que el trabajo era solo para chilenos, recordándome que era mi apariencia la que había generado esa reacción y no el hecho de ser extranjera. No me había visto forzada a ver a mi familia política riéndose, burlándose y haciendo ruidos de simios a los jugadores de fútbol negros. No había estado en negocios, oficinas gubernamentales y hospitales sintiendo que era flagrantemente ignorada o forzada a esperar mientras personas blancas, que claramente habían llegado después, eran atendidas antes. No, estas no eran mis experiencias. Eran las narraciones de aquellos a quienes entrevisté en Santiago, un lugar donde los chilenos dirán que realmente nadie ve la raza (a menos que seas Mapuche, por supuesto).

Sin embargo, puedo atestiguar personalmente acerca de la mirada incesante que te hace sentir bajo vigilancia, o como algún tipo de monstruo de feria a quien le han pagado unos centavos para que entretenga. Y a pesar de que es común ser observado como afuerino cuando se reside en un país extranjero, me impresionó la intensidad y la frecuencia de las miradas en Chile. Y uno junta esas miradas con la gente que te grita constantemente sobre tu color en la calle («¡Morena, morena, rica, qué rica!»), gente que te pregunta si puede tocar tu pelo y, en el caso de muchos de los entrevistados, especialmente aquellos que han estado en Chile por más de cinco años, gente que te pregunta si incluso puede tocarte la piel; y terminas sintiéndote en un universo paralelo en Chile. Lo que es aún más raro es cuando la gente ni siquiera te pregunta, y llega y te toca como si fueras un animal en un zoológico. El nivel de desarrollo económico relativamente alto, contrastado con el comportamiento social que uno asociaría con una sociedad que ha estado desconectada de una comunidad global más amplia, es simplemente confuso. Muchas veces me quedé pensando: «¿En verdad me encuentran tan exótica? ¿Qué año es?»

Las principales razones para irse a Chile, para muchos, era que se está volviendo un «faro de luz» para aquellos que buscan mejorar sus condiciones económicas, un espacio de orden y seguridad para aquellos que escapan de ciudades y países en conflicto, una tierra de oportunidades justo en el cono sur de Sudamérica. Y si bien muchos compartieron que estaban conformes con las mejoras económicas que habían logrado en Santiago, y con la paz general que sentían, algunos también compartieron que los abusos laborales eran particularmente desalentadores porque echaban a perder las razones que los habían motivado a venir a Chile en primer lugar. La discriminación laboral y el trabajo diario que se requiere para apenas sobrevivir debido al racismo, dejó a muchos diciendo que no consideraban quedarse en Chile como un hogar permanente.

Muchos parecían creer que no tenían ningún recurso, que no había adónde dirigirse cuando experimentaban racismo. Esto me llevó a empezar a comprender los diversos mecanismos que los inmigrantes afrodescendientes usaban para hacer frente a las múltiples posiciones de marginalidad: ser extranjero, afrodescendiente, muchas veces sin mucho capital social o económico, y para algunas, ser mujer. Algunos de los más flagrantes comentarios racistas que describían eran considerados «buena onda», sólo bromas inocentes entre amigos, o una función de la juventud, una falta de educación o consciencia. Me impresionó que a menudo las personas que entrevisté fueran reacios a hacer generalizaciones acerca de la población chilena, sin importar cuáles hubieran sido sus experiencias. Muchos incluso calificaban sus historias dándome voluntariamente porcentajes como «ah, yo diría que el 30% de las personas aquí son racistas y el 70% no lo son». Aun cuando el porcentaje de personas racistas o «malas» era más cercano a 100, igual siempre me hablaban acerca de los chilenos que habían conocido que eran buenos con ellos o los habían ayudado cuando lo necesitaron, y por lo tanto no podían olvidarlos ni podían asumir que todos los chilenos fueran malas personas.

Muchos se sintieron incómodos al discutir lo que habían experimentado. Era casi como si hubieran temido represalias, o que hablarlo pudiera resaltar sus diferencias o hacer que las experiencias fueran demasiado reales o dolorosas. Una joven mujer que entrevisté, proveniente de Haití, cuando le pregunté por su identidad racial, me dijo que no comprendía la pregunta, y cuando se la repetí, dijo que NUNCA había pensado al respecto. Investigué más porque había asistido a una escuela de pregrado en Estados Unidos donde había conocido a su novio chileno. Esta historia, sumada a algo de su cadencia y conducta, me hizo dudar un poco de su desconocimiento. A medida que continuaba la conversación, me contó con una sonrisa incómoda que había sido agredida verbalmente por skinheads en una estación de metro. «¡Vuelve a tu país! ¡Te mataré si vuelves aquí!» Y con la misma sonrisa incómoda y con lágrimas brotando de sus ojos, eventualmente me contó que una mujer en su lugar de trabajo le había dicho que no debía estar con su novio, porque los chilenos necesitaban mejorar su raza y eso no ocurriría con una mujer negra. Me contó que eso la había hecho llorar porque nunca había escuchado algo así. Aparentemente esto no era normal para ella. Y justo cuando pensé que aún no estaba «inmunizada» al racismo, se rió un poco y me dijo algo que oiría muchas veces a lo largo de estas entrevistas: «pero tú sabes, hay racistas en todas partes».

* Melissa Mercedes Valle está haciendo un Doctorado en Sociología en la Universidad de Columbia, en la ciudad de Nueva York. Sus intereses de investigación incluyen la raza y el origen étnico (con especial atención a la población afrodescendiente de América Latina), la estratificación, la sociología espacial y urbana, los movimientos sociales, y el trabajo sexual. El año pasado Melissa completó la investigación sobre los inmigrantes afrodescendientes que viven en Santiago, Chile, indagando en cómo grupos marginados viven con el estigma. Actualmente es miembro del consejo del foro afrolatin@ en la ciudad de Nueva York. Tiene una doble licenciatura en economía y estudios afroamericanos de la Universidad de Howard, una Maestría en Administración y Políticas Públicas y sin fines de lucro, de la Universidad de Nueva York, una Maestría de Ciencias en Educación de la Universidad Pace, una Maestría de artes y una Maestría de filosofía en sociología de la Universidad de Columbia.

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