
Sebastián Seguin Peña *
1. La historia reciente.
Desde comienzos de los años noventa, en nuestro país la política social sufrió una transformación nunca antes vista en lo que respecta a su diseño, implementación y ejecución para con los llamados problemas sociales. En dicha década se comienzan a condensar una serie de acontecimientos que traerían como resultado una explosión de oportunidades laborales para muchos cientistas sociales y en particular para los psicólogos. Estos acontecimientos hablaban, por una parte, de una creciente cantidad de profesionales del área psicológica titulándose, pero con poca claridad respecto al campo laboral al cual integrarse, producto de la apertura vertiginosa de muchas escuelas de psicología durante los años ochenta y, por otra, a una urgente necesidad del Estado, sus planes y proyectos sociales, por contar con actores (profesionales) idóneos que pudiesen hacer frente a aquellas temáticas que comenzaban a aparecer en gran parte de la sociedad, como consecuencia de 17 años de dictadura militar, profundizada por crisis internas y externas sobre todo en materia económica: pobreza, educación, consumo de drogas, desempleo, problemas de salud mental y disolución del lazo social, son solo algunos de una larga lista para mencionar.
Estas y otras condiciones significaron que ya desde mediados de dicha década, el Estado y las aún numerosas ONG que existían por aquellos años, dispusieran abiertamente de los psicólogos tanto para diseñar, como para implementar y ejecutar los pequeños y grandes dispositivos y tecnologías sociales[2] para combatir la pobreza con sus derivados. Aun cuando esto pudiese sonar auspicioso para el gremio de profesionales de la subjetividad, lo cierto es que la política social de aquellos años comenzaba a adscribir de manera sistemática a modelos aplicados en Norteamérica y Europa, con toda la distancia que eso significa, pero más preocupante aún, el trabajo lo ejecutaban psicólogos que nunca fueron formados ni preparados profesionalmente para dichas empresas, lo cual supuso un constante hacer y deshacer en términos de metodologías, enfoques y reflexiones del «quehacer psicológico» aplicado al campo de lo social.
Incluso hasta hoy, el dominio de la academia sigue inclinándose por un saber psicológico individual o psicoterapéutico, más que por uno de corte social, comunitario o colectivo, si se quiere, a pesar de que se sigue demandando de manera constante este tipo de profesionales para intervenir comunidades, barrios, familias, grupos de jóvenes, etc.
2. Cuasi profesionales y la precariedad psicosocial.
Con cerca de 43 Escuelas de Psicología operando al año 2010 en todo el país, podríamos sostener con fuerza que el campo laboral se encuentra saturado (tal cual reclaman los vecinos Comunicadores Sociales, también conocidos como Periodistas). Aun cuando los indicadores epidemiológicos sostienen que nuestra sociedad adolece de numerosos y más complejos problemas de salud mental[3] que hace décadas atrás, lo cierto es que no es hacia esa trinchera donde llega la mayor cantidad de psicólogos titulados… ¡No!
Paradójicamente y aun cuando la demanda por salud mental se vuelve cada vez más urgente en nuestro país, un número no despreciable de psicólogos se ha volcado hacia el trabajo psicosocial por medio de la ejecución de programas y proyectos del Estado, lo cual deviene en una práctica laboral compleja y particularmente nutrida de potentes tensiones, ya que una parte importante del quehacer no se maneja de manera profesional o seria, y se tiende, por el contrario, –y debido en gran medida a la presión del mismo trabajo– a la implementación rudimentaria e incluso improvisada de técnicas y métodos de trabajo que muchas veces sobrepasan al profesional o lisa y llanamente se cuestionan en términos éticos. Las tensiones se expresan también en la medida en que estos psicólogos son llamados a contribuir con la erradicación de la pobreza, el maltrato, la violencia intrafamiliar, la deserción escolar, pero siempre desde el saber del «experto» y en muy pocas ocasiones considerando el contexto, la historia, la experiencia y el saber de los «intervenidos» o «usuarios».
Estos psicólogos, aun desde la precariedad metodológica y experiencial, se introducen en barrios críticos, familias disfuncionales y grupos humanos en conflicto permanente. Si le temen a las balaceras o si son sensibles a la cruda realidad de muchos sectores de nuestro país, lo disimulan bien (para eso sí fuimos entrenados de buena forma). Por lo tanto, y gracias a estas características, nos atrevemos a sostener que juegan un rol fundamental para el Estado y para las pocas ONG que siguen sobreviviendo, en tanto son ellos quienes ejecutan lo que la institucionalidad considera necesario para combatir los problemas ya mencionados.
Me atrevería a decir que estos psicólogos son piezas clave del engranaje central de programas como el Ingreso Ético Familiar (ex Programa Puente), del Chile Crece Contigo, de los programas de SENDA-PREVIENE, de Abriendo Caminos, de las Oficinas de Protección de Derechos de la Infancia, de los Programas de Intervención Breve, Especializada, entre tantos otros. Sin embargo, y pese a estar en todas estas trincheras de la difícil realidad social, con un conocimiento y una reflexión que se construye día a día de manera intensa y con mayores o menores dosis de rigor, el Estado y sus políticas sociales se esmeran en rigidizar los lineamientos técnicos, medios de verificación e instrumentos de medición y control de todo tipo, desconociendo de manera radical la poca estabilidad del ámbito social y psicosocial, el cual se caracteriza justamente por su dinamismo e imprevisibilidad. Esta posición de saber-poder del Estado profundiza las tensiones del quehacer de estos profesionales, más aún cuando los sujetos y comunidades comienzan a reconocer y validar un trabajo psicosocial determinado, que a los ojos de la institucionalidad probablemente no tienen relevancia o, dicho de otro modo, no reportan réditos a quienes piensan y diseñan la política.
A pesar de que se carga con estas y otras tensiones, la precariedad sigue. El Estado cada vez contrata menos profesionales del ámbito social, por el contrario, se copa de ingenieros, abogados y administradores públicos, por lo tanto nuestra capacidad de influir en cambios desde dentro de la institucionalidad disminuye. A su vez, y ya como una práctica habitual instalada en todos los ministerios, servicios y municipios, la tradición manda licitar los programas y proyectos sociales, es decir, «subastar» al mejor postor «X» cantidad de dinero (un financiamiento) para abordar «Y» problemática social. Lo anterior supone que las ONG, Corporaciones privadas, públicas, y la mayoría de las agrupaciones con Personalidad Jurídica de una región, compitan por adjudicarse una licitación o concurso. Peor aún, la mayoría de dichos proyectos tienen plazos de ejecución breves: hablamos de seis, ocho, diez meses, lo cual tiene una doble complejidad: a) no asegura la posibilidad de fortalecer procesos en los trabajos de corte psicosocial[4], y b) determina una inestabilidad laboral considerable, ya que al término de cada proyecto nunca se encuentra asegurado el financiamiento para el periodo que sigue, más aún, en tiempos de cambios político-administrativos (elecciones de concejales/alcaldes y parlamentaria/presidenciales) la fragilidad aumenta, siendo la negociación política la que prima por sobre los procesos, resultados o profesionalismo de quienes ejecutan un trabajo en el campo de lo social. Como consecuencia del problema de temporalidad del trabajo, nos encontramos finalmente con la situación contractual: como ya adelantábamos, el Estado ya no contrata y, de manera más nefasta, el libre mercado y la libre competencia generaron la figura del convenio a honorarios, instancia de formalización de un empleo pero con precariedad absoluta, vale decir, sin cobertura de salud ni previsión (esta corre por decisión del propio trabajador), sin derecho a días administrativos ni vacaciones y con la posibilidad cierta de que en cualquier momento te desvinculen de la función que realizas sin derecho a indemnización ni nada por el estilo.
Así es el grueso de la realidad de quienes, tanto del ámbito institucional público como privado, trabajan con los problemas sociales del país, pero ¿puede ser peor el escenario?, ¿podrían revertirse estas condiciones, que por cierto no son exclusivas de los trabajadores del campo social?
3. En el desfiladero.
A la luz de lo expuesto, queda como corolario una operación aritmética delicada y frágil, en la que podemos identificar algunos elementos y aventurar una sumatoria del siguiente modo: gran cantidad de psicólogos + ofertas laborales de programas sociales + poca flexibilidad del Estado + bajos salarios + baja continuidad de los proyectos (procesos) + precariedad contractual. Si asumimos una suma con este modelo, entonces el resultado no puede ser otra cosa más que el comienzo de una crisis del trabajo en el campo de lo social. Es decir, la sumatoria de elementos genera una ¡resta!
Esta crisis –por ahora– me parece tiene dos vías para fluir hacia algún lugar: por una parte, los psicólogos y otros profesionales de las ciencias sociales[5] debemos sincerar nuestras posiciones y superar la mezquindad de las barreras disciplinarias, que tanto criticamos, para así reunirnos y generar la convergencia necesaria que permita acompañar al Estado y sus «expertos» en el diseño de políticas públicas y sociales con un fuerte componente territorial, comunitario y humano. Dicha empresa permitirá realizar un trabajo significativo para las comunidades y grupos humanos afectados por «X» problemática social, pero también posibilitará disminuir de manera considerable las tensiones ético-políticas que cruzan la reflexión y el quehacer de estos profesionales en el campo de lo social. La segunda vía para esta crisis –quizás más oscura– tiene que ver con la sistemática migración hacia otros campos laborales de muy buenos profesionales que están hoy en día en comunidades y barrios de alta complejidad, tanto por las tensiones ya sabidas como por las malas condiciones laborales. Más preocupante aún, suponemos que junto a esta migración, los espacios se coparán con otros profesionales del mismo campo o de otros cercanos, quizás muchos de ellos con poca o nula sensibilidad por estas temáticas, lo cual traerá como efecto (y esto es algo que lamentablemente ya ha comenzado a experimentarse) trabajos de intervención deficientes, parcelados, enfocados exclusivamente en resultados e indicadores y no en los procesos; trabajos de «intervención» desmembrados de los diversos, complejos e incluso contradictorios momentos y procesos de estos territorios; trabajos, en definitiva, que no superan el asistencialismo o las acciones cargadas de una filantropía añeja y poco comprometida.
Finalmente, y en un sentido complementario, la crisis del trabajo en el campo de lo social supondrá que la política social siga errando en su horizonte de posibilidad para la generación de cambios en nuestro país. De manera crucial, me atrevo a sostener que esta política social estará condenada al fracaso si no recompone su propia lógica interna de estructuración y funcionamiento, vale decir, no podrá dar cuenta del mandato a terminar con los problemas sociales, si no asume que no puede acaparar todo el saber y el poder de transformación que se requiere en sectores de alta complejidad y vulnerabilidad social. La política social requiere literalmente salir del Estado para dialogar con aquellos sujetos, grupos y comunidades que experimentan diariamente los problemas que ella pretende corregir o anular. Incluso la propia definición de lo que es un problema social debe ser revisada. A mi juicio, los expertos deben sacudirse de tanto diploma y credencial, para dejarse impactar y «contaminar» por la realidad de la violencia, la marginalidad, el abuso y el consumo, es decir, por la pobreza en todas sus posibles acepciones. Alguien que sobrevive día a día a la pobreza puede tener muchas claves para avanzar en esa línea ¿o no? Esto, los expertos no lo reconocen. Harvard[6] difícilmente podrá reconocer que son los mismos afectados los que pueden guiar la construcción de las posibles soluciones a los problemas sociales. Aquí aparece un nuevo desafío para quienes estamos en el terreno de lo social y en la academia.
Por último, conviene señalar también que esta política social se condena a sí misma si no corrige su (mal)trato hacia quienes hoy en día ejecutan, con mayor o menor «éxito», sus programas y planes. Como bien indicábamos más arriba, son estos profesionales de lo psicosocial quienes sostienen una parte no menor del aparato público central y local, por ello, las reivindicaciones laborales de estos actores son vitales para el mañana. No hay posibilidad de lograr compromisos reales y efectivos con los procesos que se generan de nuestro quehacer, si se trabaja diez meses y luego no hay certeza de que los recursos sean asignados nuevamente, y si se asignan, que se haga con iguales montos y no disminuyendo presupuestos. No hay posibilidad de que los profesionales no enfermen, renuncien y circulen por distintos espacios, si mes a mes los sueldos se reducen de manera considerable y siempre bajo la figura del «convenio a honorarios».
Me parece que estamos en un momento decisivo, es hora de profesionalizar el trabajo en el campo de lo social, hay que superar el mito de que esto es solo un poco más que un voluntariado. Somos nosotros los llamados a trabajar por validar y demostrarlo. Sin embargo, creemos que la responsabilidad también la tiene el aparato público (central y local); en ellos radica la posibilidad de dignificar y fortalecer nuestro quehacer, no porque esto cambie significativamente nuestras prácticas laborales, sino porque contribuirá a que quienes estamos haciendo algo a diario por acabar con una parte de los problemas sociales de nuestro país, lo hagamos con una sonrisa un poco más grande y con una energía distinta, una energía que seguro se transmitirá y posibilitará otros cambios, otras transformaciones que ni los expertos ni los profesionales podremos imaginar.
* Sebastian Seguin Peña. Psicólogo Social-Comunitario. Docente universitario y coordinador territorial del plan Iniciativa Legua de la Subsecretaría de Prevención del Delito del Ministerio del Interior.
[2] Tal como señalara Michel Foucault en sus seminarios desde 1977 en adelante respecto a las temáticas de control, disciplinamiento y gubernamentalidad.
[3] Según Valdés y Errázuriz (2012): «La Encuesta Nacional de Salud realizada en 2009 muestra que un 17,2% de la población chilena mayores de 15 años ha presentado síntomas depresivos en el último año.»
[4] Recordemos que el trabajo en el ámbito psicosocial, o social a secas, no es como construir una vivienda, mejorar la luminaria pública o generar un parque (con todo lo valorable que esto tiene); en nuestro ámbito el trabajo requiere de tiempo. El quehacer psicosocial habla de procesos, relaciones, cultura, por lo tanto se complejiza la posibilidad de evaluación y se aletarga la verificación de resultados.
[5] Trabajadores sociales, antropólogos y últimamente sociólogos y cientistas políticos con una fuerte sensibilidad por los temas socio-comunitarios.
[6] Solo por mencionar un centro de pensamiento con influencia planetaria en términos de políticas de toda índole para países en desarrollo.
Comentarios
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Muy buen Artículo!!!. Me parece muiy importante el problema de la precarización laboral y cómo esto además impacta en el silencio de los profesionales, la adopción de una ética que resguarda los intereses del Estado para maquillar la «pobreza». Lo que me parece que habría que hacer una distinción, y lo digo a modo de convicción personal, no se puede hacer un trabajo «psicoterapeutico» o «individual» sin un contexto, intervenir en un vacío sin tener alguna «contaminación» de lo frágil del saber propio del terapeuta asi como el mismo esta inmerso y la intervención siempre es una apuesta ética que considera un lugar en la historia, en los procesos sociales y la una verdad sobre el sujeto que es particular y contingente, negarlo, a mi modo de ver, sería negar la posibilidad de un proceso terapéutico.