
Macarena Cortés *
Mucho se ha hablado en los últimos años sobre la calidad de la educación, tal vez demasiado. En este contexto, se ha criticado una y mil veces la calidad del desempeño docente, y se ha atribuido en gran parte la culpa de la mala calidad de la educación en Chile a los profesores. Sin embargo, llama la atención la poca importancia que se le ha dado a la discusión en torno a las condiciones laborales en las que muchos, por no decir la mayoría, debemos trabajar, y cómo esto es también determinante en la calidad de la enseñanza que se entrega.
La realidad.
Después del año 2006, las miradas de la política, de la opinión pública, de los movimientos sociales… todas las miradas dieron un giro hacia la educación. Algunas fueron más rápidas que otras, como Educación 2020, que de imnediato se organizó en torno a un discurso, mientras que otros sectores fueron poco a poco tomándole el peso a este nuevo foco de atención.
Me tocó ser universitaria durante la revolución pingüina y estar trabajando en una biblioteca escolar durante las movilizaciones de 2011. Y sin habérmelo propuesto mientras estudiaba literatura, el 2012 postulé y me gané una beca para estudiar pedagogía diseñada para aquellos que, como yo, quisieron probar ese camino movidos por una inquietud vocacional. La beca consistía en el pago del total de la matrícula y las mensualiades durante el año que dura el programa de formación, además de un monto mensual que cubría gastos de fotocopias y movilización, lo cual se veía bastante bien.
Sin embargo, apenas llegué a pedagogía fui obligada por la coordinadora de la carrera a abandonar mi trabajo y a firmar una carta en la cual comprometía mi vida única y exclusivamente al programa, lo que para mí era inviable. Tuve que insistir una y otra vez, apelando exclusivamente al sentido común, en la necesidad de tener un trabajo para mantenerme económicamente, utilizando el argumento de que no era posible que solo pudieran estudiar pedagogía con esa beca personas mantenidas por terceros. Y a pesar de que costó mucho, lo logré.
Una vez terminados los estudios, a cambio de los beneficios que mencioné, la beca me pedía como retribución un año de trabajo en un colegio subvencionado o municipal con algún grado de vulnerabilidad, lo que me pareció justo.
Así fue como llegué, en marzo de 2013, al colegio en el que trabajo hasta hoy: un subvencionado con sostenedor en un barrio de clase media baja de la Región de Valparaíso[2]. Entré con un contrato de 31 horas, y pensé en ese momento que contaría con un sueldo base que podría complementar con trabajo freelance para llegar a fin de mes, lo cual, si bien no era ideal, estaba bien para mí.
Una vez en el colegio, las cosas se fueron perfilando de manera diferente. De partida, me enteré de que mi contratación se debía a que se había negociado la salida del antiguo profesor de lenguaje debido a que era el presidente del sindicato, y que yo había sido elegida principalmente porque mi marido venía del mismo colegio que el sostenedor del establecimiento, y que eso –palabras textuales de él– me transformaba en una «persona confiable».
Al poco tiempo de mi incorporación, fuimos llamados por el mismo sostenedor a firmar un convenio colectivo en el que se nos ofrecían los mismos beneficios del sindicato, pero con la condición de no sindicalizarnos. Esto, debido a que el año anterior alumnos, exalumnos, apoderados y profesores lo habían denunciado por constantes malas prácticas laborales, acoso a funcionarios y posible venta del inmueble, tal como señala una nota de prensa de un conocido medio que cubrió el hecho. Lo particular del caso fue la defensa de parte de los estudiantes hacia los profesores, quienes señalaron en ese entonces que el hecho de que ellos tuviesen ahora buena educación e intriga intelectual se debía en gran parte a sus profesores, como se lee en la misma nota.
De esta situación derivaron una serie de consecuencias para el cuerpo docente, una de las cuales consistió en que no se le renovaría contrato a ningún profesor que fuera miembro del sindicato. Solo se mantendría a los profesores con contrato indefinido, los que a la fecha han estado sometidos a acosos constantes y ofertas económicas para que abandonen el establecimiento. Me tocó llegar cuando quedaban solo cinco sindicalizados de un cuerpo docente de aproximadamente cuarenta.
Con este panorama, uno se puede hacer una idea de las condiciones laborales al interior del colegio. Pero hay más. Uno de los hechos que mejor grafica el grado de enajenación del espacio laboral de los docentes es nuestra sala de profesores. Son alrededor de 15 metros cuadrados ocupados con una gran mesa rodeada por doce sillas, es decir, poco más de una por cada cuatro docentes. Nuestros casilleros se encuentran en un bajo nivel de esa sala en cuya entrada han puesto un acolchado para proteger nuestras cabezas, ya que hay que agacharse para poder entrar. Por último, pegado a este espacio se encuentran dos baños, uno para hombres y otro para mujeres. En estos baños, frente al WC se encuentra un papel impreso donde se presenta este delirante texto: «Profesores: se entienden las necesidades fisiológicas, pero se pide defecar en otro baño (secretaria, lisiados) entendiendo que estamos en un espacio cerrado, sin ventilación y, además, se usa para tomar desayuno y otros. ¡Respetemos este espacio por favor!».
A pesar de ello, aún disfruto enseñando a la media, y no puedo dejar de preguntarme cómo un sistema permite este tipo de condiciones laborales, y con plata del Estado. Así también, no puedo dejar de preguntarme qué piensa el sostenedor de esto mientras se relaja por las tardes en la piscina de tres niveles que tiene en su enorme casa ubicada en uno de los barrios más caros de la región.
La teoría.
Hace un par de días, en una columna de opinión del diario El Mostrador que se titulaba ¿Qué es ser un buen profesor?, Alfredo Gaete (2013) señala que: «los especialistas en educación de todo el mundo parecen estar de acuerdo en que la mejora de la educación pasa necesariamente, y sobre todo, por la posibilidad de contar con buenos profesores». Algo obvio a todas luces: para tener educación de calidad se requiere de profesores de calidad que logren aprendizajes de calidad en sus estudiantes.
En Chile las políticas docentes han tratado de responder en este último tiempo al evidente déficit en la calidad de la formación de los profesores. Desde hace un par de años hemos visto en televisión comerciales de la Beca Vocación Profesor, la cual se diseñó para que más –y mejores– estudiantes se sientan atraídos por la pedagogía. Otra iniciativa es la prueba INICIA, que busca subir los estándares de los docentes de Chile.
Si bien se puede mejorar la formación de los profesores, se puede captar a más y mejores estudiantes de pedagogía, y se puede intentar subir sus estándares profesionales, ninguna de estas medidas asegura que las condiciones laborales con las que se enfrentarán a futuro les permitirán trabajar y desarrollarse adecuadamente en términos profesionales en los colegios que más lo necesitan.
El Informe McKinsey (2008) presenta un análisis de las medidas tomadas por los sistemas educativos de más alto desempeño, según los define el Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés) de la OCDE. En él se establece lo siguiente:
Los sistemas educativos con más alto desempeño atraen en forma constante gente más capacitada a la carrera docente, lo que lleva a su vez a mejores resultados académicos. Esto se logra por medio de un ingreso a la capacitación docente altamente selectivo, procesos efectivos de selección de los aspirantes más apropiados y buenos salarios iniciales (aunque no extraordinarios). Con estas premisas se eleva el estatus de la profesión, lo que facilita la atracción de candidatos aún mejores. (PREAL, 2008, p. 15)
Sin embargo, quienes están encargados de diseñar las políticas docentes en Chile no se han dado por aludidos. En primer lugar, para entrar a estudiar pedagogía, lejos de haber una selección altamente selectiva, la carrera docente recibe los peores puntajes de la PSU sin que esto sea cuestionado. La Beca Vocación Profesor exige 600 puntos para la postulación, lo que también está por debajo de una selección exigente. Si, como se suele decir, la calidad de un sistema educativo tiene como techo la calidad de sus docentes, a priori ya sabemos que nuestro techo es más bien bajo.
Para qué hablar del seguimiento a los estudiantes de pedagogía. Una vez terminada la universidad, después de haber efectuado cuando mucho un año de práctica docente, no existe seguimiento, y cada profesor debe ingeniárselas para adaptarse a situaciones de toda índole, sin que la universidad se asegure de la calidad profesional de sus egresados.
Nuestro talón de Aquiles, sin embargo, no es ni la selección ni la capacitación, sino los bajos salarios iniciales y durante toda la carrera profesional. Barber, M. & Mourshed, M. (2008) establecen que: «todos los sistemas con alto desempeño que tomamos como referencia (salvo uno) pagan salarios iniciales iguales o superiores al promedio de la OCDE con relación al PIB per cápita de sus respectivos países. Lo más interesante, sin embargo, es que el rango de los salarios iniciales ofrecido por los mejores sistemas es muy estrecho: la mayoría de ellos pagan un salario inicial de entre el 95 y el 99% del PIB per cápita (considerando los países de la OCDE, los salarios iniciales oscilan entre el 44 y el 186% del PIB per cápita)» (2008, p. 22).
En Chile, el Estatuto Docente establece que el valor hora mínimo de un profesor de enseñanza básica es $11.045 imponible y el valor hora de un profesor de enseñanza media, $11.622 imponible[3]. La primera vez que vi esta cifra pensé que me iba a hacer millonaria con mi primer sueldo, pero no sabía que el estatuto docente y el código del trabajo establecen un cálculo de hora donde esa cifra no se define por la cantidad de horas mensuales, como cualquiera entendería, sino por la cantidad de horas semanales. Si se tiene en cuenta este dato –no menor– el valor hora mínimo de un docente baja a $2.761 y $2.905 para educación básica y media, respectivamente.
En resumen, tenemos profesores que en su pasado tuvieron bajos resultados académicos, que luego no recibieron un buen seguimiento y que actualmente son los profesionales peor pagados del país. Pero aún queda más: las horas extras no remuneradas. En Chile existe un decreto que establece la cantidad de horas no lectivas que debe tener un profesor en relación a su carga horaria, donde un profesor que tiene un contrato por 44 horas cronológicas dispone de 8 horas con 45 minutos para actividades no lectivas. Ocho míseras horas a la semana para reuniones de apoderados, consejo de profesores, atención de apoderados, planificación de clases, elaboración y corrección de evaluaciones, entre otras. Inmediatamente surgen dudas: ¿es legal delegar implícitamente trabajo en horario externo al contrato? Si el estatuto docente entrega un tiempo insuficiente para realizar todas estas actividades, ¿qué recurso legal se puede invocar? Y volviendo a nuestra pregunta inicial, ¿cómo atraer a un profesional calificado a esta realidad, sin tiempo libre, sin valoración social ni económica y sin posibilidades de crecer? Y más aún, ¿cómo lograr que ese profesional permanezca en un colegio vulnerable en el que no se respetan condiciones laborales mínimas?
Hasta el momento no hay respuestas, pero es momento de iniciar al menos la discusión y de preguntarse qué tanto se le puede exigir a un profesional que trabaja en todas estas condiciones.
Bibliografía
Barber, M.; Mourshed, M. (2008) Informe McKinsey «Cómo hicieron los sistemas educativos con mejor desempeño del mundo para alcanzar sus objetivos». PREAL: Buenos Aires.
UNESCO (2012). Antecedentes y Criterios para la Elaboración de Políticas Docentes en América Latina y el Caribe. UNESCO: París.
Gaete, Alfredo. ¿Qué es un buen profesor? El Mostrador, 29 de Julio de 2013.
* Licenciada en Letras Hispánicas, Licenciada en Educación y Profesora en Enseñanza Media con mención en Lenguaje y comunicación, Pontificia Universidad Católica de Chile.
[2] Voy a mantener los nombres de las personas y de la institución anónimos sobre todo para no dañar en modo alguno el aprendizaje de los estudiantes.
[3] Valor hora equivalente al que se paga en el establecimiento en que trabajo.
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