
Karina Narbona *
Nuestro proceso político reciente da cuenta de una debilidad de la organización sindical y una desestabilización de la crítica del trabajo, fruto de múltiples factores.
Uno de ellos es la influencia desorganizadora del aparato estatal, que se ha ejercido durante los últimos 40 años.
En efecto, la intervención del Estado ha sido decisiva para establecer una correlación de fuerzas a favor del gran capital. La represión física en dictadura fue un allanamiento inicial del terreno, que dio paso luego a una violencia institucional más intangible y permanente, con dispositivos desmovilizadores que hasta el día de hoy están a la base del Código del Trabajo.
Es en este aspecto, el de la institucionalidad laboral, donde más se palpa el proyecto político de la revolución de la dictadura, orientado a desmontar el poder del trabajo, en particular el poder sindical, neutralizando cualquier contrapeso al funcionamiento del mercado.
Se trata de un proyecto con frutos ya maduros, que ha llevado a que el país ostente el séptimo lugar en el ranking mundial de libertad económica, superando a países como Estados Unidos y Reino Unido; que clasifique entre los países de «ingresos altos» (pero donde el ingreso de la gran mayoría de los ocupados, el 75%, es menor a $437.000); y que, además, sea premiado con el Premio a la Institucionalidad Económica por parte de la organización empresarial ICARE al cumplir 60 años de existencia, con honores a Alejandro Foxley y Felipe Larraín, dos representantes del establishment continuista de la herencia militar.
¿En qué ha consistido esta captura institucional del trabajo y cuáles son sus efectos?
El sistema de relaciones laborales histórico, que transcurrió desde el Código Laboral de 1931 hasta el golpe militar, discriminaba abiertamente entre «obreros» y «empleados» y ejercía una clara intervención sobre la autonomía sindical(1) como forma de control político, es decir, no estaba libre de escollos. Con todo, brindó niveles progresivos de protección, institucionalizó, en el último tiempo, una negociación colectiva de alta cobertura (por rama) y permitió ejercer una influencia también de vía contraria, desde los trabajadores hacia el Estado, que los perfiló como actores sociales relevantes para decidir el destino del país.
Es eso lo que desbarató la dictadura.
El esfuerzo más minucioso de desestabilización del poder de los trabajadores se vio plasmado en el Plan Laboral de 1979, que cercó los derechos colectivos del trabajo. José Piñera, su ideólogo, explica que este Plan se sostuvo en 4 pilares, «como las cuatro patas de una mesa»: 1) la negociación colectiva prohibida más allá de la empresa, 2) la huelga «no monopólica» (que no paraliza, pues se permite el reemplazo de los huelguistas), 3) libertad sindical con paralelismo organizacional y 4) la despolitización sindical.
Tras este plan, más otros cuerpos legales complementarios, el modelo laboral resultante es altamente prohibitivo en el derecho colectivo y a la vez laxo en el contrato individual, con tal de favorecer la libertad de contratación y despido. El espíritu del Plan Laboral, como sostuvo José Piñera, era dejar atrás la «lucha de clases» y hacer que la «disciplina del mercado» sea la que rija la actuación del trabajador.
Ese es el espíritu del actual Código del Trabajo que, luego de un único intento de cambio global en 1995, no tuvo pretensiones profundas de modificación en los gobiernos de la Concertación. Estos gobiernos incluso ensancharon la flexibilidad contractual con la reforma del 2001 y mantuvieron intactos los pilares del Plan Laboral, levantando solo algunas restricciones de sindicación, pero manteniendo limitado el funcionamiento sindical.
Y es que ese continuismo era consecuente con el nuevo paradigma de «relaciones laborales modernas», según el cual los «empresarios y trabajadores son socios». Un esquema que ha participado de un esfuerzo pedagógico de generación de consentimiento, con su más fiel correlato práctico: los Acuerdos Marco de 1990-1993 entre la CUT, la CPC y el Gobierno, que elevaron los salarios por fuera de la negociación colectiva (vía política del sueldo mínimo, ya que la negociación tendría un escaso lugar) a cambio de paz social.
Es así como se asiste en el país a un desmembramiento del brazo organizado del trabajo, en términos numéricos (menos de 15% de sindicalización y menos de 8% de negociación colectiva con derecho a huelga) y también cualitativos, en la medida que las cúpulas sindicales por largo tiempo estuvieron centradas en cuestiones de empleo, capacitación y condiciones mínimas de trabajo, aceptando la más exigua raya para la suma.
Pero dicho problema no obedece solo al margen de lo local. La reestructuración mundial del capitalismo fue un ataque frontal al trabajo tras la crisis de los años 70 que ha tomado diversas formas sobre la base común de la flexibilización laboral. En el plano de sus secuelas ideológicas, como atestigua el libro El Nuevo Espíritu del Capitalismo de Boltanski y Chiapello (2002), ha tenido una clara influencia en la marginación de la visión sindical, en el desarme de la crítica y principalmente de la «crítica social» al capitalismo, la más ligada al problema del trabajo. Esa crítica se ha desdibujado en especial en Chile, que, bajo una refundación neoliberal adelantada, desplazó el problema del trabajo y del conflicto capital/trabajo como nervio del sistema, por el asunto sectorial del «empleo», y la figura del trabajador por la del «colaborador».
Sin embargo, la larga estela del ataque institucional al trabajo no ha dado muestras solo de desmembramiento de la resistencia laboral, sino también de otro orden de consecuencias. Obligó a buscar nuevos medios de reconstitución del tejido social, empujó a la articulación de sindicatos de base y a la emergencia de nuevos actores allí donde habían más escollos organizativos (trabajadores subcontratados y eventuales). En el último tiempo, además, hay signos de un reencantamiento de la población con las demandas laborales, al menos lo suficiente como para sostener una marcha de 150.000 personas (independiente de que, como se ha dicho, haya sido subsidiada por otros actores movilizados).
Y, es cierto, no se ha reconstituido una crítica mayúscula. Boltanski y Chiapello (2002) definen a la crítica como un régimen de categorización racional de la injusticia que, superando el germen emocional de la indignación y la constatación de lo individual, establece nexos explicativos que permiten poner al mundo en orden y actuar sobre él, posibilitando la lucha ideológica. No obstante, si bien esa crítica mayor aún no cuaja, se puede observar en el último tiempo que la banalización de la injusticia, propia de la habituación a la precariedad, ha dejado abierta rendijas para la emergencia de un sufrimiento consciente.
En efecto, la última encuesta Barómetro de la Política del CERC, correspondiente al mes de junio, reveló que el 82% de los chilenos cree que el desarrollo económico solo beneficia a los sectores más ricos. Y el fenómeno ni siquiera es nuevo; un nivel sobre el 70% ya se registraba desde la década de 1990. Asimismo, en el período 1990-2013, la mayoría ha contestado que es partidaria de la negociación colectiva en lugar de la negociación individual para mejorar sus condiciones de vida y trabajo. Es decir, no por falta de voluntad ha evitado colectivizar sus reivindicaciones. ¿Hasta cuándo resistirá el dique de contención institucional?
Como Marta Harnecker enfatiza: «Hasta ahora el capitalismo dominaba por consenso, pero esto empieza a resquebrajarse. Eso no significa que de forma automática surja una hegemonía popular: hay que construirla»(2).
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* Antropóloga Social Universidad de Chile, Investigadora Área Tendencias del Trabajo de Fundación SOL.
(1) Rojas, I. (2007). «Las reformas laborales al modelo normativo de negociación colectiva del Plan Laboral». Revista Ius et Praxis, año 13, N°2. Santiago de Chile.
(2) En: Entrevista a la investigadora y divulgadora de movimientos políticos latinoamericanos Marta Harnecker: «Estamos viviendo un proceso de resquebrajamiento de la hegemonía burguesa». José Sarrión Andaluz, 2013.
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