
Javier Sadarangani Leiva *
El presente trabajo busca indagar respecto a los preceptos que dieron origen a la nueva democracia de la posdictadura, advirtiendo su matriz neoliberal en función de un predominio de la labor del mercado en el desarrollo del país. Así, esta democracia debiese garantizar que el mercado no vea trabas en su funcionamiento.
Es una suerte de lugar común cuando, al momento de caracterizar los años de Dictadura Militar en Chile, historiadores y cientistas sociales se refieran a este proceso como el éxito en la instalación de un modelo neoliberal en materia económica, una conclusión que no nos parece apresurada ni superficial en lo absoluto, pues es indudable que la estructura económica chilena mostró bruscas y profundas transformaciones respecto a las planteadas durante el gobierno de la Unidad Popular, a manos de quienes pregonaban los valores y ventajas del libre mercado. Sin embargo, cabe preguntarse si estos cambios tan significativos se desarrollaron solo en una dimensión económica o fueron capaces de permear otras.
El asalto del control político y económico por estos paladines del neoliberalismo entre los años 70 y 80 nos advierte que estos principios sí estuvieron presentes al momento de fraguar una nueva democracia. Entonces, la pregunta que nos surge es ¿cuáles son los principios político-ideológicos que sustentan la democracia de la posdictadura?
El escenario económico chileno a inicios de los años 80 parecía propicio para la inversión extranjera, ya que se daban todas las condiciones políticas y económicas para que el sector privado proliferara en sus ganancias. No obstante, esa situación cambió con la crisis mundial en 1982, pero particularmente con la irrupción de las Jornadas de Protestas entre los años 1983 y 1986. La preocupación por la gobernabilidad del país por parte de quienes detentaban el poder político creció exponencialmente cuando las manifestaciones sociales comenzaron a constituirse como frenos para que esta inversión se desarrollara sin contratiempos. En definitiva, fue esta oposición al régimen del dictador –más que el plebiscito en sí, como sostienen muchos–, lo que gatilló finalmente que el poder político pensara seria y concretamente en una “transición” política hacia una democracia estable para garantizar gobernabilidad y, a su vez, un país amable para la empresa extranjera.
Este argumento de orden histórico nos sugiere que la necesidad de edificar una democracia para Chile estuvo motivada por aspiraciones principalmente económicas, más que políticas o ideológicas, lo que explica que, eventualmente, el gobierno civil erigiese un régimen que asegurara que este libre mercado fuera efectivamente “libre”:
Podéis tener la seguridad –afirmó Patricio Aylwin una vez asumido el mando del poder ejecutivo– de que el reencuentro de Chile con la democracia significará también nuestra incorporación activa a todas las instancias de colaboración internacional que corresponda para contribuir con nuestro aporte al desarrollo de los pueblos.(1)
Entonces, estas aspiraciones económicas condujeron a plantear una democracia coherente con los principios de la economía que se buscaba proteger, es decir, una democracia con fundamentos neoliberales.
Si existe un denominador común entre James Buchanan, Friedrich Hayek y Karl Popper –padres del neoliberalismo– es que para ellos la democracia debiese apuntar a proteger los derechos del individuo y el ámbito privado de sus ciudadanos, sin importar el país o la condición de estos, si no sería un mero formalismo; pero además proponen que son los hombres quienes deben ser celosos defensores de la retención de sus libertades individuales al interior de un orden social. Esta convergencia de los tres autores también se percibe en muchos otros aspectos al momento de definir cuál es el rol que debe jugar la democracia en la tierra prometida del libre cambio.
En segundo lugar, la democracia no se concibe como un fin en sí mismo, es más bien un método político o, en palabras de Karl Popper, un “armazón dentro del cual los ciudadanos pueden actuar de una manera más o menos organizada y coherente”. Es decir, una forma de gobierno que no enviste categorías valorativas pues está en manos de los ciudadanos el carácter concreto de este. Así, el mismo autor señala: “En realidad, la democracia no puede hacer nada; solo los ciudadanos de la democracia pueden actuar”(2). Es entonces en la figura del individuo en quien recae toda responsabilidad al momento de plantear una democracia, pero no las reglas de aquella (las cuales son incuestionables pues esta es solo un “armazón”), sino en cómo llevar dichas reglas en el ejercicio político práctico. Así lo verbaliza Patricio Aylwin en 1990 en el Estadio Nacional:
El hecho de que ahora tengamos un gobierno del pueblo no significa que los problemas se van a solucionar milagrosamente; significa, sí, que de inmediato, desde ahora mismo nos vamos a poner a trabajar para solucionarlos, y contamos para ello con el esfuerzo y participación de todos.(3)
Asimismo, resulta interesante relevar dentro de la propuesta de los autores el rol que le cabe a las mayorías. Estas no pueden determinarlo todo, plantea Hayek, no puede una mayoría circunstancial derogar aquello que conforma el perfil más básico, pero a la vez más hondo, de una sociedad. De aquello, Jorge Jaraquemada –cientista político– concluye que la democracia no es un mecanismo por el cual deban pasar todas las decisiones públicas, ni es la forma de resolver todos los conflictos sociales.
A partir de lo anterior, Hayek enfatiza que “no existe justificación para que ninguna mayoría conceda a sus miembros privilegios mediante el establecimiento de reglas discriminatorias a su favor. La democracia no es, por su propia naturaleza, un sistema de gobierno ilimitado”.
A una conclusión similar arriba James Buchanan cuando acuña el concepto de “democracia limitada”, la que apunta a una contención del poder por parte del electorado sobre las mayorías, para evitar que estas se vuelvan absolutas: “La democracia también puede volverse un drama cuando se la absolutiza”, arguye Buchanan.
Democratizar a todos los sectores políticos y sociales implicaría para el país el derrumbe de su gobernabilidad, puesto que ya no serían las instituciones quienes gobiernan (entendidas como las más altas manifestaciones del gobierno), sino las personas comunes:
Una de las características que el Estado debe tener en su función productora o subsidiaria es que los individuos deben sentirse gobernados por instituciones y no por personas, y en esas instituciones el individuo debe tener una participación tanto en la generación, como en el control de actuaciones.(4)
No es casual que Milton Friedman, arquitecto del proyecto neoliberal en Chile, sostuviera en 1975 que la instalación de un modelo con dichas características en nuestro país hubiese sido imposible bajo un régimen democrático, ya que analizando las propuestas neoliberales recién esbozadas, se infiere que los cambios sustanciales tanto en asuntos políticos como económicos son altamente lentos e interrumpidos bajo el ritmo de un gobierno democrático.
Este esquema de democracia se percibe con escaso movimiento político por su carácter limitado, lo cual invita a que los distintos sectores involucrados se restrinjan constantemente entre ellos. Pero más importante aún, vemos que se disocian los elementos teóricos al momento de situarlos en la historia, donde el relato neoliberal no encuentra una situación histórica fiel a sus preceptos.
Este es justamente uno de los papeles que interpreta el gremialismo a la hora de cristalizar la doctrina neoliberal: el de situarse como un nexo, vínculo, puente entre los valores del libre mercado y la política nacional, ya que los principios de Buchanan, Hayek y Popper no se ven íntegramente reflejados en la institucionalidad posdictatorial, pero sí lo está el “neoliberalismo a la chilena” de Jaime Guzmán (el cual mutó desde el abortado corporativismo antiestatal que lo caracterizó inicialmente) y los gremialistas, quienes fueron los autores en la configuración de la nueva institucionalidad para el país.
La Constitución Política de 1980 “reconocía la libertad económica, permitiendo la mantención del capitalismo de orientación neoliberal, en lo cual adhería al ideario moderno”, sostuvo Verónica Valdivia. Sin embargo, más adelante aclara que la Carta Fundamental –entendida como la máxima expresión del espíritu institucional de la época– respondía a orígenes mixtos y no todos de matriz neoliberal(5).
Ahora, estos elementos no solo se manifiestan en el documento constitucional, sino en el modo en que comienzan a operar los distintos organismos del Estado una vez iniciado el gobierno de Aylwin en relación con la economía a partir de los años 90:
Para salir de la pobreza tenemos que crecer, y esto exige estimular el ahorro y la inversión, la iniciativa creadora, el espíritu de empresa. Las políticas gubernamentales deberán conciliar los legítimos requerimientos en la satisfacción de las necesidades fundamentales, con espíritu de justicia social, y las exigencias ineludibles del crecimiento.(6)
Tanto los problemas sociales como el funcionamiento institucional buscan solución en la medida que la estructura económica actúe plenamente: esto es con comodidad para la inversión extranjera y plena libertad para la empresa privada, ambas concebidas como el motor del desarrollo, no solo económico, sino también político, social y cultural.
No obstante, esta concepción economicista de la democracia dista de las concepciones republicanas que se ejercían en los 60 y años anteriores, pues sus fundamentos no se encontraban exclusivamente supeditados al devenir económico de Chile, sino a las necesidades que gradualmente hacían notar los distintos actores políticos y sociales. Entonces, lo ocurrido durante la transición política no sería un “retorno” a la democracia, sino una “nueva” democracia, con principios y prácticas distintas a las que encontramos en Chile antes de 1973.
Vemos, así, que los fundamentos empleados para plantear esta nueva democracia en Chile están alimentados por un sustento ideológico tanto neoliberal como gremial en su relación con la economía, lo cual nos permite hablar derechamente de una democracia neoliberal, es decir, aquella que se articula en función del libre mercado y que persigue el bienestar económico antes que el político. Esta idea responde a que el éxito del neoliberalismo no solo se situó dentro de una esfera económica, sino que debió condicionar otras para que el triunfo fuese viable en el tiempo, es decir, que el mundo político y social estén alineados y sean garantes en el funcionamiento del modelo económico, en el entendido de que este no puede presentar preceptos ideológicos distintos a los que se encuentran en la institucionalidad. Estado y mercado debiesen funcionar bajo los mismos propósitos.
Estas transformaciones en los elementos que definen el carácter de la democracia estuvieron respaldadas por la lectura de la coyuntura y del proceso histórico que realizaron sus promotores provenientes del sector empresarial, por lo cual no debe extrañar el predominio de lo económico al momento de diseñar el nuevo armazón de Chile.
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* Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Andrés Bello; Licenciado en Educación y Profesor en Enseñanza Media con mención en Historia, Geografía y Ciencias Sociales por el Departamento de Estudios Pedagógicos (DEP) de la Universidad de Chile. Actual miembro del Centro de Estudios Sudamérica (CeSud).
(1) Discurso de Patricio Aylwin en el Estadio Nacional. Santiago, 12 de marzo de 1990.
(2) Jorge Jaraquemada, El concepto de democracia en el Neoliberalismo: Buchanan, Hayek y Popper, Universidad Central de Chile, 2003, Santiago.
(3) Discurso de Patricio Aylwin, óp. cit.
(4) Citas extraídas desde Jaraquemada, El concepto de democracia…, óp. cit.
(5) El humanismo cristiano y el liberalismo restringido son otras matrices que según la autora se encuentran al interior del documento. Verónica Valdivia, Rolando Álvarez y Julio Pinto, Su revolución contra nuestra revolución. Izquierdas y derechas en el Chile de Pinochet (1973-1981), LOM Ediciones, 2006, Santiago, pp. 96-98.
(6) Discurso de Patricio Aylwin, óp. cit.
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