
* Israel Covarrubias
En México, la política ha manifestado en el último sexenio una serie de equívocos que han llevado al país hacia la radicalización de las fuentes y formas del conflicto entre diversos actores y grupalidades, así como a un incremento significativo en la exasperación de las maneras que el Estado utiliza para contrarrestar esa radicalidad. No es un hecho aislado que el gobierno del presidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) haya sido calificado como uno de los peores de los últimos treinta años respecto a su desempeño en el rubro de la seguridad territorial de la nación y con particular atención a la cuestión que redunda en el fenómeno de la delincuencia organizada.
Hacia finales de 2006, el presidente Calderón hizo pública su declaración de guerra contra el narcotráfico como política de Estado, y que matizaría después como guerra contra el “crimen organizado”, para finalmente indicarla como “combate a la delincuencia organizada”. El matiz no es gratuito, ya que puso en evidencia el desconocimiento del presidente Calderón y de sus ministros de seguridad respecto a la diferenciación funcional y jurídica de entablar una “guerra” contra el narcotráfico o contra del crimen organizado. Es decir, no todos los grupos que el Estado mexicano identifica como crimen organizado trafican narcóticos, ya que hay los que trafican personas, animales, medicinas, electrodomésticos, discos compactos, tecnología, información, ropa, etcétera. Además, si revisamos la legislación mexicana que controla y castiga el tráfico de estupefacientes, en específico la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada creada en 1996 por el entonces presidente Ernesto Zedillo Ponce de León, y que contiene enmiendas significativas en sus apartados de definición jurídica del fenómeno de la delincuencia organizada a lo largo del sexenio del presidente Calderón, no hay un solo artículo que castigue al llamado “crimen organizado”, pues jurídicamente el fenómeno está definido en la ley como delincuencia organizada. Para quedarnos en un ámbito sintáctico, podemos sugerir que delinquir no traduce jurídicamente el vocablo criminalizar. Si delinquir es “cometer un delito” como advierte del Diccionario de la Real Academia del Español (DRAE), es decir, se mantiene en un ámbito performativo, entonces señala una acción que sólo a su término permite la aparición del problema de su atribución, por lo que precisamente criminalizar, nos vuelve a recordar el DRAE, es “atribuir carácter criminal a alguien o algo”. De este modo, delincuencia no es sinónimo de criminalidad.
Después de seis años de guerra intensa en contra de la delincuencia organizada, el Estado confirma el enorme déficit de efectividad que padecen las instituciones de seguridad pública en México. Con muchos de los principales líderes de las organizaciones delincuenciales en la cárcel o muertos, lo evidente es la insospechada capacidad de adaptación/mutación de la delincuencia (des)organizada a las condiciones y modalidades que el orden estatal pretende imponerle a lo largo del territorio a través de la confrontación, aseguramiento o persecución. Sin embargo, cabe subrayar que el problema radica en que la delincuencia no es exclusivamente un fenómeno territorial, ya que partir de la última década se ha vuelto un fenómeno de operatividad política. Esto es, un fenómeno que permite controlar y dinamizar los flujos y procesos que activan los intercambios entre mercado político con el mercado económico, y entre este último con el mercado social. A título ilustrativo tomemos el estudio que realiza cada año Global Financial Integrity: los flujos de dinero que salen anualmente de manera ilegal de México ascienden a 50 mil millones de dólares, “principalmente a través de facturaciones fraudulentas de exportaciones de bienes”.(1) Mientras este ámbito de rentabilidad de los mercados de la delincuencia difusa y de los mercados de bienes ilegales no sea controlado, se volverá superflua cualquier acción estatal contra la delincuencia organizada fundada exclusivamente en la confrontación directa, pues en este sector, no se debe olvidar que el número de personas asesinadas que ha producido precisamente la guerra contra la delincuencia organizada supera conservadoramente la cifra de 60 mil muertos en los últimos cinco años, y que no pueden ser atribuibles a ejecuciones “ordinarias” entre delincuentes aislados u organizados, mucho menos a un efecto previsible de la persecución militarizada del fenómeno, como sucede en México.(2) En cambio, son la muestra clara de la operatividad que imprime la delincuencia como agente de dinamización de la lógica menos visible de las instituciones, pero no por ello residual, para que puedan concretarse los intercambios políticos entre ilegalidad-institucionalidad-desarrollo-sociedad.(3) Los esquemas binarios de legalidad-ilegalidad no permiten una mejor comprensión de la enorme complejidad de los fenómenos actuales de delincuencia organizada presentes en México. De hecho, bloquean la posibilidad de explicación de las aristas que han dejado para la vida en sociedad del país. Así pues, no podemos analizar a los mercados criminales como pura inercia de un pasado autoritario, ni como la emergencia de un presente contradictorio, sino como un conjunto de procesos políticos donde está teniendo lugar la conclusión real de las maneras de dirimir el conflicto. En la actualidad México es un país más democrático institucionalmente, pero ha decidido recurrir cada vez más al asesinato y, en general, al acto delincuencial, para dirimir sus conflictos, lo que consolida la evidente fragilidad de la estructuración pública de la vida en común nacional, así como su casi nulo sentido de estatalidad. De este modo, asistimos a la consolidación de una regulación precaria de lo público que se presenta como consecuencia no esperada de la guerra “frontal” contra la delincuencia organizada.
Es necesario finalizar sugiriendo que en México hoy por hoy nos encontramos en un momento crucial de cambio de los vectores generales que permiten la reproducción de los fenómenos contrarios al orden político, tal y como lo expresa(n) la(s) delincuencia(s) organizada(s). Aunado al hecho de que algunos de los intentos del Estado mexicano por responder a esta situación de cambio son el verdadero desafío y no la solución al problema general de la delincuencia. No olvidemos que las soluciones no necesariamente ofrecen salidas de continuidad a la situación que se quiere recomponer. Insistir en lo contrario es seguir convencido de que la política se funda en sus continuidades y no en sus fracturas.
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* Director editorial de la revista Metapolítica.
(1) Pablo Cabañas Díaz, “México 2012. Avances y riesgos”, Metapolítica, año 16, núm. 78, julio-septiembre de 2012, p. 84.
(2) Rodolfo Sarsfield, “A Tale of Two Cities. La guerra y la paz en México y Estados Unidos”, Metapolítica, vol. 16, núm. 79, octubre-diciembre de 2012, p. 94.
(3) Israel Covarrubias, “México, Estado doble y soberanía criminal”, Metapolítica, año 16, núm. 78, julio-septiembre de 2012, pp. 109-114. Ahora disponible en: http://metapolitica.blogspot.mx/2012/06/sobre-charles-bowden.html
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The people are to serve the government (detalle)
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